25.12.11

Diez minutos en coche



A 80 kilómetros por hora surcando una carretera comarcal, con la mirada puesta en la luna y el corazón rayando el asfalto. Muevo mis dedos a un ritmo vertiginoso que ahuyenta la templanza que aún conservo y, a pesar de todo, no puedo dejar de pensar. Miro fijamente mis dedos y reposo tanto mis ojos que parece que el sonido ambiente ha desaparecido. Mirar sin ver y oír sin estar al tanto de lo que escucho. Estoy sola y ni siquiera tú ocupas alguna esquina de mi cuerpo...ni siquiera tú. Creo que mi dedo índice me recuerda a ti y mi yema...sí, la yema del dedo índice guarda el tacto de tu barba. El dedo pulgar aún mantiene el sabor al trocito de guinda que aparté de tu boca y en el anular llevo puesto el anillo con el que sueles bromear.

Levanto la vista y las líneas discontinuas de la calzada se hacen una sola, aunque sólo sea en mi cabeza. Y yo, que me había propuesto contar los trazos intermitentes que me faltaban para saber de ti, he vuelto a ver chafadas mis invenciones. Cambio. Momento de observar el vapor condensado en las ventanillas y creo rozar las gotitas de sudor que corren por tu espalda, controlándolas a mi antojo. Después te besaba...pero mi capacidad de evocarte en casi cualquier parte no alcanza para eso.  Con mi cabeza cerca de los cráteres de la luna, el vehículo avanza y diez minutos de trayecto me han parecido muy poco en esta abstracción de felicidad pasajera. 



Fotograma de "Agua para elefantes"

3.12.11

Donde los trenes van a morir

Crujen las traviesas de la vía y el inmenso esqueleto metálico que se despliega ante nosotros se tambalea por unos instantes. Se apagan las luces, se desvanecen los cuerpos, se rozan los labios... Los rostros cubiertos con la perfección pictórica de los besos que se suponen para quien los mira. Los dedos se deslizan de una manera humanamente imperfecta hasta alcanzar un lugar alejado de la estación, a años luz en el tiempo y en el espacio. Al escoger la distancia, las pestañas balancean el aire, resquebrajando las miradas que buscan detenernos, al igual que se detienen los trenes. Irrumpe en la estación el último del día y me preguntas dónde van a morir los trenes. Me haces sonreir y, sin más, te desvaneces entre el resto de cuerpos que no significan nada, ni siquiera adiós.

31.10.11

Espiral autodestructiva

Entre sus recobecos, a veces absurdos, guarda vértices. Se enrosca en torno a una idea y crece a medida que la luna cambia su forma. Uno siempre sabe donde comienza; allí donde algo te hizo reflexionar más de lo debido...pero ¿dónde termina? Su opacidad redondeada no muestra una pista y aún intentando seguir su recorrido con el dedo índice, me pierdo en sus curvas a medio emborronar. Hay tramos en los que la encuentro difusa e intenta trazar una división de carriles de ida y vuelta. Yo siempre voy porque, como es lógico, nunca sabes cuando comenzar la huida que te lleve de vuelta. Despacio, muy despacio, casi puedo paladear su forma y moverme a su ritmo. Esta vez no corre, presiento que ha tejido su tela de espiral para quedarse aquí una temporada.

-Hasta la proxima vez que pases el plumero _ me dice desde la esquina de la calle autodestrucción con la calle autosatisfacción.


19.9.11

Irene...mucho tiempo después

Uno, due, tre, quattro... enseñaba a contar con una voz que le salía de muy dentro y una delicadeza que hipnotizaba los cuerpos de quienes centraban su mirada en ella. Por un momento, desde el resquicio de la puerta, me dio por pensar en que parecía perfecta para desempañar ese trabajo. Tenía ese aura propio de quien no es como el resto. Sabía que disimulaba sus malos momentos solamente cuando lo creía muy necesario y, eso era un hito en los tiempos que corrían.

Seguía luciendo aquella melena inmensamente larga que despertaba mi envidia más sana; unos ojos verdes y almendrados y aquellas cejas que surgían expresivas en su rostro. Parecía que nada había cambiado y cuando la miraba de reojo y a lo lejos, todavía creía recordarla con pantalones rojos. Recordé, melancólica entonces, todos aquellos momentos que habíamos pasado juntas muchos años atrás. Cada número que enseñaba en voz alta ante aquel auditorio atento, suponía una excusa para que un recuerdo más esbozase mi sonrisa. Cuando terminó de paladear el número quattro, vino a mi cabeza aquel año en el que por primera vez nos habían separado miles de kilómetros. Recordé los grandes reencuentros de aquel tiempo en la distancia. Al pronunciar Cinque, un momento más se agolpó al borde de aquella nostalgia repentina. Después otro y otro más. Sin darme cuenta, ya llevaba unas cuantas decenas y yo seguía en aquel hueco, absorta en historias de otros tiempo. Alrededor del Cinquanta, volví a la realidad y salí de aquella especie de bucle hiptnótico en el que me habían envuelto sus enseñanzas. Ella seguía allí, preciosa y necesaria, como siempre.

23.8.11

Allí, donde solíamos gritar *

Al borde de una crisis de identidad, nos da por correr por los vagones de metro y trasnochar en ambientes indies. Colgarse de cualquier planeta de la vía láctea, aunque esté a 1.200 kilómetros de aquí, pero eso sí, yendo en barco. Ya sabes que las literas de los trenes nocturnos no se inventaron para mí. Brindo por lo vintage y prometo una carta en semanas alternas, siempre y cuando obtenga respuestas desde esa ciudad francesa que siempre pronunciaré a la española. Acabo de acordarme de que el edificio de correos a donde llegarán tus cartas está cerca de aquel portal en el que acogimos el verano con 10º a la sombra de una noche nublada. Contarte tantas cosas y que no te suenen aburrido y hablarte de algo que nadie sabe que existe. 

Echaré de menos tus inmensas pestañas porque siempre me traían aires nuevos y tu risa permanente. Pinchar canciones que nadie entiende en un bar que no volvimos a encontrar igual. Ser feliz por el simple hecho de tener algo que compartir contigo pero como tú dijiste, las mejores cosas no siempre son fáciles, Carla.


(*) Título y fotograma del videoclip de la canción "Donde solíamos gritar" del grupo Love of lesbian.




6.7.11

Lo fácil es escribir sobre ti

-¿Por qué hacemos todo tan díficil cuando en realidad es tan fácil?_preguntaba un alma que despertaba al amor a otra ya experimentada.
-Nada hay más fácil que añadir oscuridad a lo claro o escombros al vacío.
-¿Y eso qué tiene que ver con el amor?
-Mucho, cariño mío. Y es que quien llena de aderezos a las personas y olvida su esencia, hace díficil lo más sencillo.
El alma al filo del enamoramiento seguía sin comprender y buscaba respuestas en el vaso de agua que había encima de la mesa. Todo seguía difuso, incluso en la pulcritud de aquel resto de agua.
-Pero...¿por qué no sé lo qué piensa? ¿por qué no se atreve a hablar con claridad?
-Quizás sean esos aderezos de los que te hablo. Esa equivocada forma de pensar que los demás no sienten, ni tienen pensamientos más allá de sus palabras. ¿Acaso no sería más fácil que hablaséis si no existieran los prejuicios, los triángulos y las situaciones retorcidas?
-Claro, pero eso es inevitable. Todos arrastramos un peso que nos condiciona a ser lo que somos y a comportarnos de esta forma tan estúpida.
-Lo sé. Eso es precisamente de lo que te estoy hablando. Pero piensa que los pesos se pueden dejar atrás cuando supongan una molestia. No olvides, mi vida, que todos somos personas y estamos en el mismo nivel SIEMPRE.
-Ya...tienes razón en todo lo que dices pero hay anclas que no te dejan caminar y de las que es muy díficil desprenderse.
-En ese caso siempre te quedará mirar a los ojos, observar las sonrisas y escuchar con atención la voz entrecortada por los nervios.
-¿Eso es todo?_ preguntó ese alma dubitativa y enamorada.
- Ésa es la llave que abre la puerta de los sentimientos ajenos. ¿Por qué quieres hacer las cosas díficiles cuando son tán fáciles? Cógela.

17.6.11

Cuando las fronteras se disipan

Podría decir que nunca hice demasiado caso a quien hablaba de fronteras y de muros infranqueables que separaban lugares, culturas y vidas. Pensé, más bien, que se trataba de una burda construcción social que nada tenía que ver con la realidad. Mi perspectiva idealista se negaba a asumir que sí existen fronteras, sobre todo barreras mentales. Hay fronteras físicas que se convierten en mentales y que, con vivencias y tiempo, terminan por desaparecer.

Pues bien, hace tiempo aseguraba con toda la firmeza que podía permitirme rozar la mayoría de edad que mi casa siempre sería el lugar en el que había permanecido toda mi vida. “Como en casa, en ningún sitio”, proclamaban las que, para mí, eran las personas más sabias. Tenía la plena seguridad de que existían unos lazos fuertemente tensados que te hacían situarte inmóvil en aquello que llamaban TU ciudad. Y si conseguías viajar a otro lugar, aquellos lazos rodeaban tu mente y la morriña comenzaba a rondar tu cabeza. Las fronteras estaban allí: todo lo que estuviese fuera de aquel lugar, no estaba destinado a formar parte de mi vida; no al menos como algo más que un bonito recuerdo.

Pues bien, hoy aseguro con toda la firmeza que me permite rozar la veintena que mi casa ya no se sitúa en una única ciudad, que estoy más cerca de esa utópica “ciudadana del mundo”. Ya no creo en aquellas frases hechas que ni siquiera identifico con un lugar concreto. Tengo la seguridad de que existen unos lazos que nacen en el momento en el que olvidas aquellas fronteras que te hacen pertenecer a un sólo lugar. Y si te instalas en otra ciudad por exigencias de ese guión caprichoso que la vida nos dicta, tras dos años las fronteras se han disipado y has establecido vínculos con otras personas; algunas de las personas más importantes que traspasaron fronteras.
 
Cuando las fronteras se disipan, quieres más y mejor. No sólo aprovechas cada minuto en cualquier lugar en el que te encuentres, sino que además te sientes más cerca de lo que te ha rodeado siempre. Parece que te vas a comer el mundo a base de querer a gente que aparece en un momento adecuado de tu vida. Quieres arrasar con las fronteras a base de construir hogares en cualquier parte.




A los de siempre y a los de ahora...

28.5.11

Reflexión nocturna

Noches de reflexión abrazada a un peluche cualquiera, removiendo las sábanas y pestañeando a un ritmo frenético. Respirando despacio, muy suave, sin intentar cambiar el aire de lugar y, mientras tanto, relajando cada músculo de mi cuerpo. Incluso el corazón. No quería sentir que algo faltaba y mucho menos pensar en por qué extrañaba algo que jamás había tenido.

Divagaba y mi cabeza se alejaba a unos 300 kilómetros de aquí y sentía que la noche se me venía encima, que ya era demasiado tarde y que tenía que dormir. Ya casi había llegado, paseaba por un campo de fútbol que olía al cloro de los días de verano. Las gradas estaban vacías y yo esperaba encontrarte bajo la portería, pero esta vez tenías un aspecto muy elegante. -Muy guapo-pensé. Y volví a apretar los ojos muy fuerte, me dolían las pestañas de imaginarme a tu lado. Definitivamente, había llegado la hora de dormir pero aún estaba demasiado lejos.

Todo parecía real y el caso es que, como decían todas aquellas canciones, estaba soñando con los ojos abiertos. Me había dado cuenta de que, a veces, eso era lo único que me hacía feliz y aquello rozaba el patetismo. Caminábamos por detrás de la portería y yo no paraba de pensar en si te gustaría aquel vestido que y en las mil imperfecciones en las que nunca deparaste. De repente, me dí cuenta de que tu cara estaba borrosa, que mi ilusión se nublaba y que tu boca había perdido su forma. Los rasgos que definían aquel rostro se quedaron sin contorno, como si no guardasen equilibrio, sin simetría, sin ser tú.

Y entonces me dí cuenta de que todas aquellas horas uniendo palabras para intentar comprenderte no habían sido en balde. Al fin estaba segura de que ya no sentía nada, que mis ilusiones eran vacías y que sólo miraba tus fotos cuando necesitaba echar fuera todo lo que me reconcomía. Todo lo que creí que significabas se resumía en una palabra: excusa. Eras la excusa perfecta para ilusionarme, llorar y sentirme infeliz. Una excusa que ya (casi) no me hacía temblar cuando estaba cerca; una excusa transitoria que trazaba el final de una etapa. No quería decirlo muy alto pero empezabas a inclinarte hacia ese agujero negro en el que se pierden todas las personas que no aportan lo suficiente a la vida. Me giré, cerré los ojos y dormí.

28.4.11

Soledad en masa



Se sentía solo. Como un acordeón en un estanque lleno de nenúfares; inmóvil, oxidado, rojo y despreciado por el croar de las ranas. Sin compañía, como la partitura tocada en un piano, a cuatro manos, entre el viento y el crujir del parqué. Parecía una voz rota susurrándole una nana a una cuna que resuena vacía. Solo, sin nada que le hiciese feliz. Sin perfectas bandas sonoras que impulsasen sus pasos hacia una meta indeterminada. En la más repleta soledad, porque nunca nadie se detuvo para mirar sus ojos y piropear lo bonitos que eran.

14.4.11

Huele a todo lo que me hace feliz

Nos recostamos en el sillón y, como en los viejos tiempos, fueron ellos quienes sacaron la cajita de zapatos donde guardaban todos aquellos momentos. Al abrirla, la habitación se impregnó de aquel olor a infancia. De repente, todo lo que creí amontonado en algún lugar bastante recóndito, reapareció. Olía a inmensas tardes de verano con un calor que apenas daba tregua a mi respiración. También olía a las estridentes tormentas que sólo ocurrían en aquel lugar; a tierra mojada y a remolacha húmeda.

Olía a mañana, a las mañanas que perfumaban la casa con olor a chocolate caliente y galletas María. Olía a mediodía, a aquella comida que nunca nadie sabrá preparar así. Rezumaba también un aroma a cojín aterciopelado y a la ropa que se deja secar en el césped. Y a fruta, a mucha fruta: manzanas, peras, guindas, cerezas, fresas y moras. A aquel batido de moras con un olor difícil de olvidar y aún más difícil de imitar. Y no se me puede olvidar, el olor a bocadillo de queso y salchichón. Los domingos por la mañana olía a incienso y al momento en el que aprendí a hacer crucigramas. Olía a gusanitos. Pero también olía a mazorcas, cunetas, caminos sin asfaltar, ríos, acequias, presas y todo aquello que reinaba en perfecta armonía en aquel pueblo. Olía a una bicicleta de paseo lila y a ese orgullo por sentirte parte de algo muy pequeño.

Olía a noches y al sonido de los grillos, que allí, también tiene un olor característico. Podía oler las ráfagas de comidas familiares y las “nocheviejas” frente al televisor. Olía a champú de almendras y a esponjas en forma de corazón. También, al jabón más natural que nunca he tenido el placer de acariciar. Olía a la caja de los espumillones y al lugar en el que se guardan las postales de Navidad. Olía a perejil y eso siempre me hizo mucha gracia. Olía al cielo más estrellado y al aire más puro. Olía a baúl de hojalata lleno de ropa. No dejaba de oler a anécdotas, miles de anécdotas, consejos y refranes que nadie sabrá pronunciar con esa seguridad. Olía a hules y a azulejos estampados. A veces, olía a las rosas, los lirios y pensamientos que coquetean con las abejas. Olía a ladridos de perro y a la mullida lana de las ovejas.

Olía a sus manos que no perdonan el paso del tiempo y a su risa que, aún, desprende un aura que exalta todos mis sentidos. No paré de decir que aquella caja olía a mí y también a ellos. Sonreían y me hacían sentir pequeña otra vez. Los años no habían conseguido extraviar ese olor a ternura que desprendían sus ojos. Y me alegraba de que los olores me hiciesen recordar con mis abuelos a mi lado.

30.3.11

Inspiración: Calle de las Huertas

Ya te lo dije: demasiado frágil es el mundo como para que ahora se nos ocurra masticar sonrisas o intercambiar caricias por céntimos.

Y ya te dije que me da igual no tener un receptor con la mente abierta y los ojos chispeantes.

Que ya te dije que nunca va a ser el momento ni el lugar de anunciar que soy inmensamente feliz porque ni a ti te importa, ni a mí me interesa que lo sepas.

Que ya te lo dije y es que la fragilidad del mundo se trunca por grandes altibajos y hoy, apenas hemos comenzado a paladear la palabra.

Y ya te lo dije, lo susurré y lo esparcí por el aire en pequeñas partículas, como las mil partes de un diente de león.

Ya te lo dije y lo tarareé por cierta calle salpicada de letras doradas.

Y Ya te lo dije y te lo advertí: hoy hace un día espectacular.

18.3.11

Quizás, la canción más triste del mundo

Decidió escribir la canción más triste del mundo y lo hizo. No diré su nombre porque es por él por quien las listas de reproducción de los días más lacrimógenos duran 5:07 minutos o alrededor de 4, dependiendo del momento y el lugar. Digamos que su nombre artístico es “A” de Amor. No, quizás sea mejor llamarle “D” de Desamor. No, no, no...definitivamente responderá a la letra “S” sin saber muy bien por qué.

Tocaba todos los instrumentos a su alcance y siempre llevaba una cejilla en aquellos pantalones negros. La cejilla con la que de una manera imperceptible acortaba y alargaba el mástil de una guitarra entre argentina y española. Así sonaba la música que tenía en la cabeza y que erizaba el bello que poblaba con moderación aquellos brazos. El bolsillo trasero de aquel pantalón negro guardaba también la lengüeta de cierto instrumento de viento aunque, para ser sincera, no recuerdo bien su nombre.

No diría que su aspecto fuese el de un cantautor. Ni siquiera su mirada, siempre atrayente, suscitaba la melancolía propia de estos artistas. Pero era él, el creador de la canción más triste del mundo. No me cabía ninguna duda aunque no reconociese su timbre de voz en aquel tema. Me lo imagino afinando la guitarra o aquel instrumento de viento, cualquiera que fuese. Y me imagino, también, el reflejo de unos ojos embobados en el aro que pendía de su oreja. No me lo imagino afinando su voz ni bebiendo agua una y otra vez. Mucho menos tomándose claras de huevo. Además, era un fumador empedernido que, torpemente, camuflaba la nicotina y el alquitrán con un chicle de menta.

Creo que los directos no eran lo suyo y se guardaba esas perlas para la esquina de una cama cinco minutos antes de ser deshecha. Juntaba notas y acordes. También unía palabras que formaban un tándem tan perfecto y que parecían creadas para estar irremediablemente unidas. Era un artista y un encantador de acordes menores que escribía la canción más triste del mundo en cuadernos de pentagramas apaisados. Escribía notas achatadas y letras en cursiva...

Lo cierto es que todo era un engaño. Él nunca intentó escribir la canción más triste del mundo o eso creo. Él inspiraba las canciones más tristes del mundo: las que hablaban de Amor, Desamor y de “S” de SíMismo. Era el receptor impasivo de los c u a t r o m i n u t o s y v e i n t i t r é s s e g u n d o s de la canción que se repitió durante toda una noche en mi lista de reproducción. Tenía alma de poeta y yo, la sinrazón de una completa idiota. Tal para cual, irónicamente hablando. Quizás, para mí, el título de la canción más triste del mundo empiece por “S” de...

3.3.11

Didascalia

Aunque parezca mentira, hoy, como otras tantas veces, me he desvelado con una idea rondándome la cabeza: el silencio más absoluto. Como si se tratase de una película de cine mudo, una vez más me he dejado llevar por la facilidad de mirar de soslayo e intentar decir lo que nadie escucha. Es un hecho que ni siquiera he pronunciado una sola palabra. Sólo me he limitado a vocalizar sin sonidos por si alguien lo suficientemente cercano podía rozar mis labios y descifrar lo inaudible.

Nadie lo ha hecho y, por ello, tampoco me preocupo por emitir algo coherente. Ni siquiera aún sabiendo que la gente que merodea a mi alrededor espera algo más, algo que suscite la ovación. Creen que quizás la única manera de comprender al prójimo sea iniciar una conversación directa, sin trabas y en voz alta. A pesar de todo, me niego a elevar el tono y prefiero no gesticular demasiado por si acaso el dramatismo supera lo aceptado.

Y me río mientras miro a la tercera butaca de una fila infinita.

15.2.11

La piel no es materia inerte


Me encanta enredarme en las palabras escritas en tu piel.
Instante
Risa
Buscando
La
¿No sabes de que te hablo? Yo aún tampoco.

1.2.11

A ti, pequeña.

Ella no querría que escribiese sobre esta historia pero lo cierto es que hace tiempo que creo que se lo debo.

Un clavo saca a otro clavo, dicen. Y ella confía en que, por primera vez, un rumor que se repite sin ningún fundamento, tenga sentido. Espera que sus altas expectativas respecto a los hombres dejen de apoyarse en el modelo difuso de perfección que él le aportó. Seguramente, ni siquiera era perfecto o, por lo menos, así lo creo. A pesar de todo, sé que organizar una lista de sus fallos no echará de su corazón a la nostalgia okupa que reposa en él desde hace dos años.

No entiendo muy bien por qué te preguntas si él llegó en el momento adecuado. Por eso cada vez que te "oigo" pensarlo sólo puedo creer que si es él quien te ha hecho ser como eres ahora, ya podemos adjudicarle un mérito. Seguramente uno y no más. Después de escucharte y, a pesar de ser una inexperta, sé que hay personas que te hacen cambiar. Él te hizo más grande. También te hizo más feliz y más infeliz casi a un mismo tiempo. Te invitó a cenar y te invitó a amar con locura. Me atrevería a decir que fue él quien te enseñó a amar. Que tú fuiste una aprendiz aventajada y él un maestro que fue perdiendo facultades con el paso del tiempo.

Él te tendió la mano para que camináseis juntos por la ciudad que nunca se rindió. Te mostró como entrelazar vuestros labios y vuestras manos. Pero ahora, que ha pasado un tiempo desde que aquel cantante latino armonizaba tu vida,ya estás preparada para empezar de cero otra experiencia. Yo, pequeña, te invito a que recuperes lo aprendido y arrincones en el baúl de los recuerdos todo lo demás. Él se fue. Pero lo que hizo mágico aquello sigue en ti para que, como si se tratase de una cadena, pronto se acurruque en las manos y en los caracoles de la barba de otro.

Se trató de alguien cuyo nombre, en sí mismo, ya apuntaba cierta diferencia. Un antes y un después. Un después prometedor que chafas cada vez que tarareas canciones que rezan que el primer amor es el verdadero mientras desprecian los romances venideros. Me gustaría decirte que me haces feliz cuando sonríes y dices que pronto aparecerá otro clavito...

13.1.11

La boca del lobo

28 de Noviembre de 2009
5:30 a.m aproximadamente.
Dos personas hablan a la puerta de un bar en la Calle Echegaray de Madrid. Parece que acaban de abandonar el local y me acerco para ver si puedo escuchar algunos susurros de la conversación que mantienen. Ahora ya puedo distinguirlos: son un chico y una chica, quizás sean una pareja o, quizás, simplemente amigos. Me sigo acercando. Mi curiosidad aumenta. Están cerca pero no se tocan, ni siquiera se miran. Sus miradas parecen rehuírse constantemente como temerosas de explosionar si, por un descuido, se rozasen. Cuando estoy muy cerca la chica aclara la voz y pregunta:

- ¿Me puedes indicar dónde hay una parada de taxis por aquí cerca? Es que me voy ya a Atocha con mi amiga que está cansada.

- Pero, quedaos un rato más. Este sitio está bien y estamos todos hablando...lo pasaréis bien.

- Bueno, hablaré con ella pero no creo que le apetezca y además todavía nos queda una hora para llegar a casa. Es mejor que nos vayamos ya.

- Pues bueno, como queráis. Al final de esta calle suele haber unos cuantos taxis parados. ¿Ves las luces no?

La joven se ha quedado con la mirada fija en el punto exacto en el que las luces verdes de taxis libres comienzan a contaminar la acera madrileña. No contesta. Él la mira y estoy segura de que ella lo sabe, pero no se atreve a devolverle la mirada. Tiene miedo de dejarse llevar demasiado. El silencio se rompe. Ahora es él quien pronuncia lentamente unas palabras mientras acaricia el brazo de la joven y la impulsa a que vuelva dentro del bar. Ella parece absorta en las luces de la vía.

- Vamos a entrar porque aquí fuera hace frío y a ver si convences a tu amiga.

La chica no contesta y accede al bar pero quiere mantener cierta distancia. No quiere que él continúe sujetándola por la cintura, como si fuese a guiarla. Esquiva. Se desvanecen entre una marea humana, entre una copa de J&B y otra de Vodka. Se van decepcionados. Cabizbajos.

Minutos después ella monta en un taxi que la llevará a Atocha. Nunca más volverá a verlo aunque alguna vez pensará en él. Le hablarán acerca de su trabajo y de sus problemas de salud. También recordará que aquella noche vestía jersey azul de rayas, barba de unos cuantos días y una perfecta y envolvente sonrisa. Medía seis centímetros más que ella y tenía unas bonitas manos. Habían hablado de Sabina y Quique González, mientras paseaban por Tirso de Molina. Se habían visto en una parada de metro y él iba en bicicleta. Ninguno consideraba aquel lugar como suyo. Él ya había perdido kilómetro a kilómetro cada rasgo definitorio de su tierra natal. Ella aún era joven e inexperta en la capital. Tan sólo habían vivido tres encuentros, ni uno más. Se habían conocido en una especie de cabaña acogedora y moderna perdida en mitad de una Sierra que no les pertenecía. Hablaron y bebieron apoyados en una columna de madera. Él le ofreció una cazadora para engañar al frío. Pasaron las horas y se arrepintieron de no haber subido las escaleras.