27.11.17

Ahora lo entiendo todo

León con sus temperaturas bajo cero y sus puertos de montaña cerrados al tráfico por las nevadas tiene asegurados sus minutos de gloria en el telediario cada Navidad. Igual que Sevilla y Córdoba acaparan primeros planos de esa actualidad liviana en pleno mes de agosto. Y es que las noches de León hielan el alma y son oscuras y, como todas las noches cuando eres una mujer, dan miedo.
Miedo es lo que he sentido cada noche de mi vida cuando me dirigía a casa y el sol ya había caído. Alejada del centro y separada del resto por una vía abandonada que en algún tiempo vertebró el comercio interno, ahí estaba (y está) la casa de mis padres. Desde que la edad me permitió salir hasta tarde, el miedo me acecha cuando pienso en volver a mi casa andando. Sola. Por la noche. Con las piernas aceleradas, las rodillas temblorosas y unos latidos intensos que parecen querer que mi corazón tome impulso hasta salir por mi garganta. 

Fueron muchas las noches en las que mi madre bajaba a recogerme con el coche, con ese temor irremediablemente unido al hecho de ser madre y tener una hija. Cuando todo esto comenzó, yo tenía 15 años, 16, 17 o 18. Ahora tengo 26 y ella sigue acudiendo a mi llamada porque las calles solitarias le dan miedo, incluso más que a mí. Y cuando por alguna razón no era mi madre la que podía salir a buscarme de madrugada, hablaba por teléfono con una amiga mientras hacía ese trayecto. En el fondo, se trataba de un ejercicio de sororidad del que ninguna de las dos se daba cuenta en ese momento. Ella también tenía ese miedo impuesto y sabía que existía ese pequeño riesgo que podía desembocar en algo terrible. 

Durante todos estos años siempre he escuchado a personas que me decían "pero, ¿qué te va a pasar? Vivimos en un pueblo y todos nos conocemos." Sí, eso ya lo sé. Pero crecí en una época en la que en la televisión sonaban año sí y año también crímenes como el de Alcasser. Era un tiempo en el que se hablaba de adolescentes como Sandra, Eva o Cristina. Todas ellas eran chicas que desaparecieron después de una noche que nunca imaginaron que se torciese así. Ellas fueron vilmente asesinadas a manos de un hombre. Rectifico: a manos de una bestia que, cegada por la creencia de su dominio sobre el género femenino, se imaginó con poder para violar, acuchillar, amordazar, quemar, matar. Ellas solo eran mujeres que caminaban indefensas por la noche. Sin más razón. Sin más justificación.

Y así, con todos esos sucesos bombardeándonos a través de los medios de comunicación, el miedo se apoderó de mí, de nosotras. Porque en algún punto de nuestra forma de vivir, la crueldad de esos monstruos comenzó a exhalar tras nuestras nucas cada vez que caminábamos solas. En algún momento mientras volvíamos a casa, sentíamos pasos que nos perseguían. En algún momento, mientras cruzaba esa vía abandonada, tuve que darme la vuelta para comprobar que nadie venía tras de mí. En algún momento, saqué el móvil y mis llaves y pensé que las podría utilizar en defensa propia si alguien se acercaba demasiado. En algún momento, incluso intenté un sprint final solo para evitar los miedos que estaban en mi cabeza.

Todo eso me ocurrió. Todo eso me ocurre. Por suerte, nunca he tenido que pasar a la acción y todos esos monstruos y su consiguiente defensa se han quedado encerrados en esa mentalidad que la sociedad patriarcal se ha encargado de grabar. Esta sociedad que nos hace pensar en la defensa propia y en estar en continua alerta por si una bestia se abalanza sobre nosotras. No es justo. No quiero sentirme así, ni que lo sienta mi hermana, ni tampoco quiero que mis amigas vivan esto. No quiero que mi madre crea que le pueden arrebatar a su hija cuando camina sola por la calle. No quiero tener hijas y prevenirlas para que no caminen solas a casa un sábado por la noche. 

Llevo diez años viviendo con este miedo y no es hasta ahora que empiezo a ver las implicaciones y la transcendencia de todo esto. 

"Pero, ¿qué te va a pasar?" Que no quiero llevar a cuestas este miedo. No quiero.


16.11.17

"Hermana, yo sí te creo"

"Hermana, yo sí te creo" 

Así ha nacido el gesto de sororidad que, esta vez y yendo contra su propia etimología, no conoce de géneros. Y qué suerte que así sea. Qué suerte que haya voces femeninas y masculinas, graves, pausadas, inteligentes y enrabietadas que muestren indignación. En medio de esta sociedad que, al ritmo de un individualismo devorador, muchas veces se olvida del otro, de lo que le duele al prójimo, del respeto que merece el vecino. Qué suerte que aún haya humanidad y que aún nos hierva la sangre cuando nos quieren hacer creer que la culpa, una vez más, la tenemos nosotras.

Qué recurrente aquello de argumentar que iba borracha, escotada, demasiado corta, demasiado sola, demasiado nocturna. Qué cansino. Qué rancio. Qué terrible que alguien pretenda defenderse alegando que después de una violación, la mujer ha seguido viviendo. ¿Debemos entender con ello que, tras de ser agredida, una chica de 18 años debe esconderse, taparse, evitar reírse o viajar...?

La traducción más o menos literal de todo esto podría ser: después de desgarrarte, niégate la libertad. Simplemente por ser mujer y querer salir hacia adelante. Y porque alguien espera que no saques fuerzas y no denuncies. Quieren que esto frene tu vida, te aísle y convivas durante el resto de tu existencia con la sensación de ser un trozo de carne, manoseado y sucio. 

Por suerte, la mayoría de nosotrxs te cree. Cree que esas cinco bestias te forzaron, te penetraron, te partieron la vida por la mitad en poco más de veinte minutos. Por suerte, tu defensa ha conseguido sacar a relucir una sociedad sensible, empática y concienciada con la integridad de las mujeres. Por suerte, tu relato ha hecho salir a la palestra muchos más casos que, por desgracia, también han debido soportar el peso de miradas inquisidoras antes de emerger de la garganta asfixiada de otras hermanas. 

Seas quien seas, te llames como te llames, tengas la edad que tengas, estés o no en una relación, sangren o no tus heridas, esté tu dolor reciente o se haya apaciguado con el tiempo: atrévete a decirlo.

Hermanas, sí os creemos.

1.11.17

Un día fracasé y no te vas a creer lo que pasó después

Por ridículo que pueda resultar, hubo un tiempo de mi vida en el que escribí así: buscando el clic fácil, el interés vacío, la sorpresa insulsa. Hubo un tiempo en el que hablaba para provocar la aprobación del resto y acariciaba a la espera de que otra piel se erizase. Sí, hubo un tiempo en el que mi forma de actuar se basaba en estar alerta por si la palmadita en la espalda o las palabras de agradecimiento asomaban en algún resquicio de mi rutina. 

En algún momento de los últimos años empecé a contar mi vida por páginas vistas y no por el sentido de los caracteres que tecleaba. Hubo un tiempo en el que automaticé eso tan maravilloso que es escribir y me convertí en un robot al servicio del no sé cómo y del no sé quién. Hubo un tiempo en el que olvidé esas ganas de salvar el mundo, ese escribir sobre historias que remuevan, ese impulso infinito de arreglar pasado y futuro con lo que mejor conozco: las palabras. 

Y llegó el día en el que todo aquello me explotó en la cara de una forma furtiva e incluso cruel. Me sentí presa del pánico o del síndrome de Estocolmo. O quizás de ambos a la vez. 

Entonces pasé unos días tomando cafés, celebrando fiestas multitudinarias, deambulando entre cañas y gin tonics y desgranando largo y tendido los pormenores de la palabra fracaso. Esa palabra que suena tan intensa como perversa, que machaca algún vértice de tu autoestima y hace pedazos todo cuanto construiste durante años. Me dije a mí misma que aquello era un fracaso o, al menos, tenía la misma banda sonora que siempre acompaña los instantes de despedida. 

Pero, ¿por qué llamarlo fracaso? ¿Acaso lo es poder reinventarse, reorientarse, encontrar el norte que habías perdido? ¿Acaso lo es dejar de sucumbir a los caprichos innecesarios y autoritarios de ese no sé quién? ¿Acaso lo es recibir una bocanada de aire fresco en el preciso instante en el que están poniéndote la zancadilla? No, definitivamente no lo es. 

Una buena amiga me dijo: esto no es fracasar, Laura. El fracaso no existe. Y tenía razón: esta sociedad se inventó el fracaso para hacernos sentir culpables cuando no encajábamos en sus cadenas de producción sin límite. Se inventaron el fracaso para que nos diésemos por vencidos. Se inventaron el fracaso para que no estuviésemos fuera de los estándares que alguien o algo diseña para cada uno de nosotros. Los fracasos se inventaron para no soñar; para conformarnos con este mundo hecho pedazos en el que todos intentamos poner nuestro alma sin éxito. El fracaso es un invento de los tiempos modernos para cerrar nuestra mente a nuevas perspectivas

Y no, no voy a permitirlo.

Sí, hubo un tiempo en el que mi forma de actuar se basaba en estar alerta por si la palmadita en la espalda o las palabras de agradecimiento asomaban en algún resquicio de mi rutina. Como imagináis, eso nunca ocurrió. 

Y no, no voy a permitirlo. 

Sí, caí y respiré. Y no te vas a creer lo que comprendí después: