Por ridículo que pueda resultar, hubo un tiempo de mi vida en el que escribí así: buscando el clic fácil, el interés vacío, la sorpresa insulsa. Hubo un tiempo en el que hablaba para provocar la aprobación del resto y acariciaba a la espera de que otra piel se erizase. Sí, hubo un tiempo en el que mi forma de actuar se basaba en estar alerta por si la palmadita en la espalda o las palabras de agradecimiento asomaban en algún resquicio de mi rutina.
En algún momento de los últimos años empecé a contar mi vida por páginas vistas y no por el sentido de los caracteres que tecleaba. Hubo un tiempo en el que automaticé eso tan maravilloso que es escribir y me convertí en un robot al servicio del no sé cómo y del no sé quién. Hubo un tiempo en el que olvidé esas ganas de salvar el mundo, ese escribir sobre historias que remuevan, ese impulso infinito de arreglar pasado y futuro con lo que mejor conozco: las palabras.
Y llegó el día en el que todo aquello me explotó en la cara de una forma furtiva e incluso cruel. Me sentí presa del pánico o del síndrome de Estocolmo. O quizás de ambos a la vez.
Entonces pasé unos días tomando cafés, celebrando fiestas multitudinarias, deambulando entre cañas y gin tonics y desgranando largo y tendido los pormenores de la palabra fracaso. Esa palabra que suena tan intensa como perversa, que machaca algún vértice de tu autoestima y hace pedazos todo cuanto construiste durante años. Me dije a mí misma que aquello era un fracaso o, al menos, tenía la misma banda sonora que siempre acompaña los instantes de despedida.
Pero, ¿por qué llamarlo fracaso? ¿Acaso lo es poder reinventarse, reorientarse, encontrar el norte que habías perdido? ¿Acaso lo es dejar de sucumbir a los caprichos innecesarios y autoritarios de ese no sé quién? ¿Acaso lo es recibir una bocanada de aire fresco en el preciso instante en el que están poniéndote la zancadilla? No, definitivamente no lo es.
Una buena amiga me dijo: esto no es fracasar, Laura. El fracaso no existe. Y tenía razón: esta sociedad se inventó el fracaso para hacernos sentir culpables cuando no encajábamos en sus cadenas de producción sin límite. Se inventaron el fracaso para que nos diésemos por vencidos. Se inventaron el fracaso para que no estuviésemos fuera de los estándares que alguien o algo diseña para cada uno de nosotros. Los fracasos se inventaron para no soñar; para conformarnos con este mundo hecho pedazos en el que todos intentamos poner nuestro alma sin éxito. El fracaso es un invento de los tiempos modernos para cerrar nuestra mente a nuevas perspectivas.
Y no, no voy a permitirlo.
Sí, hubo un tiempo en el que mi forma de actuar se basaba en estar alerta por si la palmadita en la espalda o las palabras de agradecimiento asomaban en algún resquicio de mi rutina. Como imagináis, eso nunca ocurrió.
Y no, no voy a permitirlo.
Sí, caí y respiré. Y no te vas a creer lo que comprendí después:
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