30.3.11

Inspiración: Calle de las Huertas

Ya te lo dije: demasiado frágil es el mundo como para que ahora se nos ocurra masticar sonrisas o intercambiar caricias por céntimos.

Y ya te dije que me da igual no tener un receptor con la mente abierta y los ojos chispeantes.

Que ya te dije que nunca va a ser el momento ni el lugar de anunciar que soy inmensamente feliz porque ni a ti te importa, ni a mí me interesa que lo sepas.

Que ya te lo dije y es que la fragilidad del mundo se trunca por grandes altibajos y hoy, apenas hemos comenzado a paladear la palabra.

Y ya te lo dije, lo susurré y lo esparcí por el aire en pequeñas partículas, como las mil partes de un diente de león.

Ya te lo dije y lo tarareé por cierta calle salpicada de letras doradas.

Y Ya te lo dije y te lo advertí: hoy hace un día espectacular.

18.3.11

Quizás, la canción más triste del mundo

Decidió escribir la canción más triste del mundo y lo hizo. No diré su nombre porque es por él por quien las listas de reproducción de los días más lacrimógenos duran 5:07 minutos o alrededor de 4, dependiendo del momento y el lugar. Digamos que su nombre artístico es “A” de Amor. No, quizás sea mejor llamarle “D” de Desamor. No, no, no...definitivamente responderá a la letra “S” sin saber muy bien por qué.

Tocaba todos los instrumentos a su alcance y siempre llevaba una cejilla en aquellos pantalones negros. La cejilla con la que de una manera imperceptible acortaba y alargaba el mástil de una guitarra entre argentina y española. Así sonaba la música que tenía en la cabeza y que erizaba el bello que poblaba con moderación aquellos brazos. El bolsillo trasero de aquel pantalón negro guardaba también la lengüeta de cierto instrumento de viento aunque, para ser sincera, no recuerdo bien su nombre.

No diría que su aspecto fuese el de un cantautor. Ni siquiera su mirada, siempre atrayente, suscitaba la melancolía propia de estos artistas. Pero era él, el creador de la canción más triste del mundo. No me cabía ninguna duda aunque no reconociese su timbre de voz en aquel tema. Me lo imagino afinando la guitarra o aquel instrumento de viento, cualquiera que fuese. Y me imagino, también, el reflejo de unos ojos embobados en el aro que pendía de su oreja. No me lo imagino afinando su voz ni bebiendo agua una y otra vez. Mucho menos tomándose claras de huevo. Además, era un fumador empedernido que, torpemente, camuflaba la nicotina y el alquitrán con un chicle de menta.

Creo que los directos no eran lo suyo y se guardaba esas perlas para la esquina de una cama cinco minutos antes de ser deshecha. Juntaba notas y acordes. También unía palabras que formaban un tándem tan perfecto y que parecían creadas para estar irremediablemente unidas. Era un artista y un encantador de acordes menores que escribía la canción más triste del mundo en cuadernos de pentagramas apaisados. Escribía notas achatadas y letras en cursiva...

Lo cierto es que todo era un engaño. Él nunca intentó escribir la canción más triste del mundo o eso creo. Él inspiraba las canciones más tristes del mundo: las que hablaban de Amor, Desamor y de “S” de SíMismo. Era el receptor impasivo de los c u a t r o m i n u t o s y v e i n t i t r é s s e g u n d o s de la canción que se repitió durante toda una noche en mi lista de reproducción. Tenía alma de poeta y yo, la sinrazón de una completa idiota. Tal para cual, irónicamente hablando. Quizás, para mí, el título de la canción más triste del mundo empiece por “S” de...

3.3.11

Didascalia

Aunque parezca mentira, hoy, como otras tantas veces, me he desvelado con una idea rondándome la cabeza: el silencio más absoluto. Como si se tratase de una película de cine mudo, una vez más me he dejado llevar por la facilidad de mirar de soslayo e intentar decir lo que nadie escucha. Es un hecho que ni siquiera he pronunciado una sola palabra. Sólo me he limitado a vocalizar sin sonidos por si alguien lo suficientemente cercano podía rozar mis labios y descifrar lo inaudible.

Nadie lo ha hecho y, por ello, tampoco me preocupo por emitir algo coherente. Ni siquiera aún sabiendo que la gente que merodea a mi alrededor espera algo más, algo que suscite la ovación. Creen que quizás la única manera de comprender al prójimo sea iniciar una conversación directa, sin trabas y en voz alta. A pesar de todo, me niego a elevar el tono y prefiero no gesticular demasiado por si acaso el dramatismo supera lo aceptado.

Y me río mientras miro a la tercera butaca de una fila infinita.