Aunque parezca mentira, hoy, como otras tantas veces, me he desvelado con una idea rondándome la cabeza: el silencio más absoluto. Como si se tratase de una película de cine mudo, una vez más me he dejado llevar por la facilidad de mirar de soslayo e intentar decir lo que nadie escucha. Es un hecho que ni siquiera he pronunciado una sola palabra. Sólo me he limitado a vocalizar sin sonidos por si alguien lo suficientemente cercano podía rozar mis labios y descifrar lo inaudible.
Nadie lo ha hecho y, por ello, tampoco me preocupo por emitir algo coherente. Ni siquiera aún sabiendo que la gente que merodea a mi alrededor espera algo más, algo que suscite la ovación. Creen que quizás la única manera de comprender al prójimo sea iniciar una conversación directa, sin trabas y en voz alta. A pesar de todo, me niego a elevar el tono y prefiero no gesticular demasiado por si acaso el dramatismo supera lo aceptado.
Y me río mientras miro a la tercera butaca de una fila infinita.
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