24.8.15

Una persona de mundo

    El momento en el que la burbuja explotó. Octubre de 2012. Casa de acogida Fundación Renacimiento en México D.F


Ser persona de mundo. Ser y no simplemente parecerlo.

Si alguien me preguntase por qué quiero que me recuerden, diría eso: por ser una persona de mundo. Porque, sin duda, ser consciente de lo que existe a nuestro alrededor nos hace más emocionales y empáticos, dos requisitos fundamentales para hacer humanas a las personas.

Cuando una ve de cerca lo que es la miseria real, se estampa de golpe y porrazo con las personas insulsas en las que nos hemos convertido: quejicas empedernidos y conformistas, sin luces ni miramientos. Mirarse el ombligo resulta tantas veces contraproducente... No solo para uno mismo como persona sino para todos los que nos rodean. No salir de nuestro espacio de confort nos llena el pecho de una falsa fortaleza que se evapora como el helio de los globos. Cuando nos sentimos tan cómodos que no somos capaces de sacar la cabeza por el balcón del mundo que se abre ante nosotros, simplemente no sabemos tratar al resto.

Creo que algún día fui así, insulsa elevada a la máxima potencia. Y casi sin darme cuenta, me cambió la vida. Entendí lo sencillo que resulta salir airosa si todo lo que tenemos a nuestro alrededor simplemente funciona, como el estribillo de una canción del verano. Todo era y transcurría por el buen camino sin cuestión ni demora. Pero un día algo se cayó: la burbuja explotó por la mirada de un chico de dieciséis años que apenas sabía leer. Entonces lloré, lloré durante horas sintiéndome tan estúpida que ya nunca más puedes mostrarme indiferente ante lo que sucede en el mundo.

Pensé en lo perra que es la vida y en que cuando en el colegio nos decían que teníamos que sentirnos agradecidos por el lugar en el que habíamos nacido, posiblemente ni siquiera aquella profesora era consciente de todo lo que había que agradecer. Y como ella, cuánta gente desaprovechando esa suerte de vida que por una simple cuestión de azar, fue a parar a nuestras manos.

Desde luego, no me siento en superioridad moral como para juzgar a quien no quiere asomar su mano por la ventanilla mientras conduce. Allá cada cual y su propio ombligo. Solo creo que de vez en cuando es maravilloso tener la oportunidad de escapar hacia eso que llaman tercer mundo y que en cuestiones humanas le da un par de vueltas a este que consideramos primero.

Porque no hay conversación interesante si no se transcienden los límites de los dos implicados. No hay una charla que valga la pena si no hay un persona de mundo tratando de ir más allá.



18.8.15

No sois todos iguales y yo lo sé

Te veo acariciar su mejilla y en la fracción más pequeña de tiempo que pueda existir, vuelves a desgarrarme como bien sabías hacer. Después de todo, creo que en el mundo hay dos tipos de personas: las que a pesar de no saber amar tienen el mundo a sus pies y las que sobrevivimos, a pesar de saber amar y fracasar a partes iguales.

En los últimos días me he convencido de que tú formas parte del primer tipo y, como en casi todo, en esto también resultamos incompatibles. Dejarte atrás fue una de las mejores cosas que pude hacer en la vida y lo digo sin ningún miedo a equivocarme. Al fin y al cabo, tú nunca entenderás por qué te escribo ni cuál es la dimensión del odio que siento por ti.

Muchas conversaciones con amigas (¡qué grande es poder contar con ellas en estos momentos!) me han hecho ver que formas parte de ese grupo de capullos que asolan la humanidad desde que el mundo es mundo. Además de las valoraciones de quienes nos quieren y nos hacen la vida más fácil, hace tiempo que sigo las ilustraciones de Moderna de Pueblo, unas viñetas hechas con mucho humor y sabiduría, de esa que aumenta con las relaciones y las frustraciones. Hablan de ti y también de él. De aquel imbécil que dejó tirada a una amiga cuando menos lo esperaba o aquel retrógrado que sin educación ni sentido común se dedicó a retozarse con otra delante de mí. En cierto modo, sentirnos identificadas con esas ilustraciones nos hace sentir algo menos tontas y mucho más seguras de nosotras mismas. Y eso no es cualquier cosa.

A pesar de todo, llevo mucho tiempo negándome a caer en el cliché de que todos los hombres son iguales. En primer lugar, porque como mujer estoy harta de los estereotipos y remilgos absurdos que pasan de generación en generación y cuentan barbaridades sobre nosotras. En segundo lugar, porque los hombres extraordinarios existen y yo he tenido la suerte conocerlos. Hombres capaces de dar todo de sí mismos y, sobre todo, capaces de mimar, amar y hacer el amor como si se les fuese la vida en ello.

Supongo que igual que para encontrar tu hueco en el mercado laboral tienes que dar varios tumbos -más aún en el momento en el que nos encontramos-, también tienes que hacerlo para dar con ese hombre que aborrezca tanto como tú a los capullos que abundan en su especie. Puede que no sea él el hombre de nuestra vida pero, a buen seguro, irá al cine con nosotras, entenderá que nuestra vida sea escribir, viajaremos al fin del mundo con él, nos acompañará en las tardes más tontas al supermercado y podremos compartir con él nuestra vida sin miedo a perderle de vista cuando baje a por tabaco.

Porque, mujeres del mundo, hay que saber valorarse y desterrar de nuestro lado a quien nos desgarra para evitar, en la medida de lo posible, perpetuar las huellas de sus manos en nuestra piel. Puestos a elegir, prefiero perderme en las manos de los no capullos, que sé que ellos, los hombres extraordinarios, tienen la clave para hacerme feliz.