León con sus temperaturas bajo cero y sus puertos de montaña cerrados al tráfico por las nevadas tiene asegurados sus minutos de gloria en el telediario cada Navidad. Igual que Sevilla y Córdoba acaparan primeros planos de esa actualidad liviana en pleno mes de agosto. Y es que las noches de León hielan el alma y son oscuras y, como todas las noches cuando eres una mujer, dan miedo.
Miedo es lo que he sentido cada noche de mi vida cuando me dirigía a casa y el sol ya había caído. Alejada del centro y separada del resto por una vía abandonada que en algún tiempo vertebró el comercio interno, ahí estaba (y está) la casa de mis padres. Desde que la edad me permitió salir hasta tarde, el miedo me acecha cuando pienso en volver a mi casa andando. Sola. Por la noche. Con las piernas aceleradas, las rodillas temblorosas y unos latidos intensos que parecen querer que mi corazón tome impulso hasta salir por mi garganta.
Fueron muchas las noches en las que mi madre bajaba a recogerme con el coche, con ese temor irremediablemente unido al hecho de ser madre y tener una hija. Cuando todo esto comenzó, yo tenía 15 años, 16, 17 o 18. Ahora tengo 26 y ella sigue acudiendo a mi llamada porque las calles solitarias le dan miedo, incluso más que a mí. Y cuando por alguna razón no era mi madre la que podía salir a buscarme de madrugada, hablaba por teléfono con una amiga mientras hacía ese trayecto. En el fondo, se trataba de un ejercicio de sororidad del que ninguna de las dos se daba cuenta en ese momento. Ella también tenía ese miedo impuesto y sabía que existía ese pequeño riesgo que podía desembocar en algo terrible.
Durante todos estos años siempre he escuchado a personas que me decían "pero, ¿qué te va a pasar? Vivimos en un pueblo y todos nos conocemos." Sí, eso ya lo sé. Pero crecí en una época en la que en la televisión sonaban año sí y año también crímenes como el de Alcasser. Era un tiempo en el que se hablaba de adolescentes como Sandra, Eva o Cristina. Todas ellas eran chicas que desaparecieron después de una noche que nunca imaginaron que se torciese así. Ellas fueron vilmente asesinadas a manos de un hombre. Rectifico: a manos de una bestia que, cegada por la creencia de su dominio sobre el género femenino, se imaginó con poder para violar, acuchillar, amordazar, quemar, matar. Ellas solo eran mujeres que caminaban indefensas por la noche. Sin más razón. Sin más justificación.
Y así, con todos esos sucesos bombardeándonos a través de los medios de comunicación, el miedo se apoderó de mí, de nosotras. Porque en algún punto de nuestra forma de vivir, la crueldad de esos monstruos comenzó a exhalar tras nuestras nucas cada vez que caminábamos solas. En algún momento mientras volvíamos a casa, sentíamos pasos que nos perseguían. En algún momento, mientras cruzaba esa vía abandonada, tuve que darme la vuelta para comprobar que nadie venía tras de mí. En algún momento, saqué el móvil y mis llaves y pensé que las podría utilizar en defensa propia si alguien se acercaba demasiado. En algún momento, incluso intenté un sprint final solo para evitar los miedos que estaban en mi cabeza.
Todo eso me ocurrió. Todo eso me ocurre. Por suerte, nunca he tenido que pasar a la acción y todos esos monstruos y su consiguiente defensa se han quedado encerrados en esa mentalidad que la sociedad patriarcal se ha encargado de grabar. Esta sociedad que nos hace pensar en la defensa propia y en estar en continua alerta por si una bestia se abalanza sobre nosotras. No es justo. No quiero sentirme así, ni que lo sienta mi hermana, ni tampoco quiero que mis amigas vivan esto. No quiero que mi madre crea que le pueden arrebatar a su hija cuando camina sola por la calle. No quiero tener hijas y prevenirlas para que no caminen solas a casa un sábado por la noche.
Llevo diez años viviendo con este miedo y no es hasta ahora que empiezo a ver las implicaciones y la transcendencia de todo esto.
"Pero, ¿qué te va a pasar?" Que no quiero llevar a cuestas este miedo. No quiero.