27.11.17

Ahora lo entiendo todo

León con sus temperaturas bajo cero y sus puertos de montaña cerrados al tráfico por las nevadas tiene asegurados sus minutos de gloria en el telediario cada Navidad. Igual que Sevilla y Córdoba acaparan primeros planos de esa actualidad liviana en pleno mes de agosto. Y es que las noches de León hielan el alma y son oscuras y, como todas las noches cuando eres una mujer, dan miedo.
Miedo es lo que he sentido cada noche de mi vida cuando me dirigía a casa y el sol ya había caído. Alejada del centro y separada del resto por una vía abandonada que en algún tiempo vertebró el comercio interno, ahí estaba (y está) la casa de mis padres. Desde que la edad me permitió salir hasta tarde, el miedo me acecha cuando pienso en volver a mi casa andando. Sola. Por la noche. Con las piernas aceleradas, las rodillas temblorosas y unos latidos intensos que parecen querer que mi corazón tome impulso hasta salir por mi garganta. 

Fueron muchas las noches en las que mi madre bajaba a recogerme con el coche, con ese temor irremediablemente unido al hecho de ser madre y tener una hija. Cuando todo esto comenzó, yo tenía 15 años, 16, 17 o 18. Ahora tengo 26 y ella sigue acudiendo a mi llamada porque las calles solitarias le dan miedo, incluso más que a mí. Y cuando por alguna razón no era mi madre la que podía salir a buscarme de madrugada, hablaba por teléfono con una amiga mientras hacía ese trayecto. En el fondo, se trataba de un ejercicio de sororidad del que ninguna de las dos se daba cuenta en ese momento. Ella también tenía ese miedo impuesto y sabía que existía ese pequeño riesgo que podía desembocar en algo terrible. 

Durante todos estos años siempre he escuchado a personas que me decían "pero, ¿qué te va a pasar? Vivimos en un pueblo y todos nos conocemos." Sí, eso ya lo sé. Pero crecí en una época en la que en la televisión sonaban año sí y año también crímenes como el de Alcasser. Era un tiempo en el que se hablaba de adolescentes como Sandra, Eva o Cristina. Todas ellas eran chicas que desaparecieron después de una noche que nunca imaginaron que se torciese así. Ellas fueron vilmente asesinadas a manos de un hombre. Rectifico: a manos de una bestia que, cegada por la creencia de su dominio sobre el género femenino, se imaginó con poder para violar, acuchillar, amordazar, quemar, matar. Ellas solo eran mujeres que caminaban indefensas por la noche. Sin más razón. Sin más justificación.

Y así, con todos esos sucesos bombardeándonos a través de los medios de comunicación, el miedo se apoderó de mí, de nosotras. Porque en algún punto de nuestra forma de vivir, la crueldad de esos monstruos comenzó a exhalar tras nuestras nucas cada vez que caminábamos solas. En algún momento mientras volvíamos a casa, sentíamos pasos que nos perseguían. En algún momento, mientras cruzaba esa vía abandonada, tuve que darme la vuelta para comprobar que nadie venía tras de mí. En algún momento, saqué el móvil y mis llaves y pensé que las podría utilizar en defensa propia si alguien se acercaba demasiado. En algún momento, incluso intenté un sprint final solo para evitar los miedos que estaban en mi cabeza.

Todo eso me ocurrió. Todo eso me ocurre. Por suerte, nunca he tenido que pasar a la acción y todos esos monstruos y su consiguiente defensa se han quedado encerrados en esa mentalidad que la sociedad patriarcal se ha encargado de grabar. Esta sociedad que nos hace pensar en la defensa propia y en estar en continua alerta por si una bestia se abalanza sobre nosotras. No es justo. No quiero sentirme así, ni que lo sienta mi hermana, ni tampoco quiero que mis amigas vivan esto. No quiero que mi madre crea que le pueden arrebatar a su hija cuando camina sola por la calle. No quiero tener hijas y prevenirlas para que no caminen solas a casa un sábado por la noche. 

Llevo diez años viviendo con este miedo y no es hasta ahora que empiezo a ver las implicaciones y la transcendencia de todo esto. 

"Pero, ¿qué te va a pasar?" Que no quiero llevar a cuestas este miedo. No quiero.


16.11.17

"Hermana, yo sí te creo"

"Hermana, yo sí te creo" 

Así ha nacido el gesto de sororidad que, esta vez y yendo contra su propia etimología, no conoce de géneros. Y qué suerte que así sea. Qué suerte que haya voces femeninas y masculinas, graves, pausadas, inteligentes y enrabietadas que muestren indignación. En medio de esta sociedad que, al ritmo de un individualismo devorador, muchas veces se olvida del otro, de lo que le duele al prójimo, del respeto que merece el vecino. Qué suerte que aún haya humanidad y que aún nos hierva la sangre cuando nos quieren hacer creer que la culpa, una vez más, la tenemos nosotras.

Qué recurrente aquello de argumentar que iba borracha, escotada, demasiado corta, demasiado sola, demasiado nocturna. Qué cansino. Qué rancio. Qué terrible que alguien pretenda defenderse alegando que después de una violación, la mujer ha seguido viviendo. ¿Debemos entender con ello que, tras de ser agredida, una chica de 18 años debe esconderse, taparse, evitar reírse o viajar...?

La traducción más o menos literal de todo esto podría ser: después de desgarrarte, niégate la libertad. Simplemente por ser mujer y querer salir hacia adelante. Y porque alguien espera que no saques fuerzas y no denuncies. Quieren que esto frene tu vida, te aísle y convivas durante el resto de tu existencia con la sensación de ser un trozo de carne, manoseado y sucio. 

Por suerte, la mayoría de nosotrxs te cree. Cree que esas cinco bestias te forzaron, te penetraron, te partieron la vida por la mitad en poco más de veinte minutos. Por suerte, tu defensa ha conseguido sacar a relucir una sociedad sensible, empática y concienciada con la integridad de las mujeres. Por suerte, tu relato ha hecho salir a la palestra muchos más casos que, por desgracia, también han debido soportar el peso de miradas inquisidoras antes de emerger de la garganta asfixiada de otras hermanas. 

Seas quien seas, te llames como te llames, tengas la edad que tengas, estés o no en una relación, sangren o no tus heridas, esté tu dolor reciente o se haya apaciguado con el tiempo: atrévete a decirlo.

Hermanas, sí os creemos.

1.11.17

Un día fracasé y no te vas a creer lo que pasó después

Por ridículo que pueda resultar, hubo un tiempo de mi vida en el que escribí así: buscando el clic fácil, el interés vacío, la sorpresa insulsa. Hubo un tiempo en el que hablaba para provocar la aprobación del resto y acariciaba a la espera de que otra piel se erizase. Sí, hubo un tiempo en el que mi forma de actuar se basaba en estar alerta por si la palmadita en la espalda o las palabras de agradecimiento asomaban en algún resquicio de mi rutina. 

En algún momento de los últimos años empecé a contar mi vida por páginas vistas y no por el sentido de los caracteres que tecleaba. Hubo un tiempo en el que automaticé eso tan maravilloso que es escribir y me convertí en un robot al servicio del no sé cómo y del no sé quién. Hubo un tiempo en el que olvidé esas ganas de salvar el mundo, ese escribir sobre historias que remuevan, ese impulso infinito de arreglar pasado y futuro con lo que mejor conozco: las palabras. 

Y llegó el día en el que todo aquello me explotó en la cara de una forma furtiva e incluso cruel. Me sentí presa del pánico o del síndrome de Estocolmo. O quizás de ambos a la vez. 

Entonces pasé unos días tomando cafés, celebrando fiestas multitudinarias, deambulando entre cañas y gin tonics y desgranando largo y tendido los pormenores de la palabra fracaso. Esa palabra que suena tan intensa como perversa, que machaca algún vértice de tu autoestima y hace pedazos todo cuanto construiste durante años. Me dije a mí misma que aquello era un fracaso o, al menos, tenía la misma banda sonora que siempre acompaña los instantes de despedida. 

Pero, ¿por qué llamarlo fracaso? ¿Acaso lo es poder reinventarse, reorientarse, encontrar el norte que habías perdido? ¿Acaso lo es dejar de sucumbir a los caprichos innecesarios y autoritarios de ese no sé quién? ¿Acaso lo es recibir una bocanada de aire fresco en el preciso instante en el que están poniéndote la zancadilla? No, definitivamente no lo es. 

Una buena amiga me dijo: esto no es fracasar, Laura. El fracaso no existe. Y tenía razón: esta sociedad se inventó el fracaso para hacernos sentir culpables cuando no encajábamos en sus cadenas de producción sin límite. Se inventaron el fracaso para que nos diésemos por vencidos. Se inventaron el fracaso para que no estuviésemos fuera de los estándares que alguien o algo diseña para cada uno de nosotros. Los fracasos se inventaron para no soñar; para conformarnos con este mundo hecho pedazos en el que todos intentamos poner nuestro alma sin éxito. El fracaso es un invento de los tiempos modernos para cerrar nuestra mente a nuevas perspectivas

Y no, no voy a permitirlo.

Sí, hubo un tiempo en el que mi forma de actuar se basaba en estar alerta por si la palmadita en la espalda o las palabras de agradecimiento asomaban en algún resquicio de mi rutina. Como imagináis, eso nunca ocurrió. 

Y no, no voy a permitirlo. 

Sí, caí y respiré. Y no te vas a creer lo que comprendí después:



17.10.17

Petricor

De barro y gotas resbalando en tu nariz. De chubasqueros permeables y crujientes hojas de otoño que se hacen esperar. De la humedad haciendo estragos en el pelo y de las terrazas salpicadas en los bares. De las servilletas que no empapan y del cocido de los sábados. De los charcos en las aceras y de las pestañas aglutinadas. De las gotas sobre un labial de color rubí y de la sequía en los Barrios de la Luna.  De Atocha entre nubarrones y de Galicia volviendo a abrir sus pulmones al mundo. De ti, que reapareces en los sofás más nublados. Y de mí, que me hago pequeña en las mecedoras de Ikea. 

Hoy todo es petricor, la palabra de origen griego que define el olor a tierra mojada.

5.10.17

Maestros

Gaspara:
¡Madre del amor hermoso,
qué viaje tan horroroso!
Entre la tos del camello
y el continuo triquiteo,
triquitraque, triquiteo
entre sus jorobas me mareo.
A Melchora y a servidora 
nos ha jorobado el vehículo.


Las tres Reinas Magas, de Gloria Fuertes

Juraría que era diciembre de 1998 y en aquella clase de 2ºC preparábamos con esmero la obra de teatro que representaríamos para los padres el día en el que nos daban las vacaciones de Navidad. Allí estaban Gaspara, Melchora y Baltasara acompañadas de un buen número de actores secundarios. Un atrezzo de andar por casa y unas pinturas bastaban para convertir un gimnasio en un escenario teatral. A mí me tocó ser la Virgen María, sí. Cosas de la altura y de esa timidez encasquillada que me alejaba de cualquier centro de atención. 

El texto elegido para la obra navideña era Las tres Reinas Magas de Gloria Fuertes (reivindicación feminista incluida) y recuerdo cómo el día en el que empezábamos a ensayar, aquella profesora nos contó detalles sobre la poeta y su obra. Recuerdo aquellos versos rápidos, repentinos. Aquellos juegos de palabras incesantes, aquellas rimas tan jocosas como estudiadas y aquella admiración, mi admiración infinita, por la persona capaz de escribir así. 

Ese día llegué a casa y pedí un libro de Gloria Fuertes. El regalo llegó en forma de cuentos breves con grandes ilustraciones, pequeños textos, unas tapas rosa fucsia y un pulpo rodeado de chatarra en su portada. Me acuerdo de cómo repasaba con los dedos las letras: un pulpo en el garaje. Cada noche releía la misma historia sentada en mi cama de niña mientras le preguntaba a mi madre qué significaban algunas palabras que aún no llegaba a comprender. Me viene a la memoria la ternura con la que ella intentaba hacérmelo fácil sin dejar de utilizar palabras adultas. Si la nostalgia no me falla, creo que yo misma elaboré un "diccionario" para que aquellas definiciones no se las llevase el viento en un intento vano de no cruzarme jamás con una palabra desconocida.

Todo comenzó ahí: con una obra de teatro escolar en un colegio público de un pueblo al sur de León. Sin ser consciente aún, supe que quería escribir, que quería rimar y que quería saborear cada una de las palabras que fuesen surgiendo en mi vida. Mientras otros debatían ser médicos o jugadores de fútbol, yo casi llegaba a vislumbrar un libro firmado con mi nombre. Grandes sueños que apenas cabían en un cuerpo aún en crecimiento. Sí, en esencia, todo comenzó ahí: con esa profesora que decidió hablarnos de Gloria Fuertes y su literatura. Ella, que puso en valor la lectura. Ella, la primera persona a la que escuché recitar poesía. 

Hoy se celebra el Día Mundial del Docente y pienso en aquella clase de 2ºC, en aquel teatro, en aquella profesora. Sí, soy hija de la LOGSE, a la que muchos achacan la falta de cultura general de quienes nacimos en los primeros noventa. Sí, también soy producto de reformas educativas que se sucedían con los cambios de gobierno. Pero, sobre todo, soy fruto del buen hacer de muchos de los profesores que pasaron por mis años de estudiante. 

¿Quién, si no, me hubiese hablado de Gloria Fuertes? ¿Quién me hubiese animado a leer? ¿Quién me hizo apasionarme por ese insaciable vicio que es escribir? Un pequeño gesto, una frase o un descubrimiento en esa edad en la que todo fascina guían (o lastran) de forma definitiva la persona adulta en la que nos vamos a convertir. 

Por eso, cuando alguien critica a un maestro, habla de su desgana, de su actitud, de su forma de enseñar el mundo desde el aula, pienso en lo difícil que es estar a la altura. Hay una tremenda responsabilidad en las manos de quienes nos dotan de conocimiento y valores cuando somos baúles llenos de imaginación y hambrientos de vida. A pesar de lo que algunos quieran pensar, existen docentes con capacidad de entrega infinita con cada uno de sus pupilos. Hay personas con ganas de hacer de ellos, de nosotros, una generación mejor. 

Por desgracia, hay también una tremenda irresponsabilidad en las manos de quienes gobiernan un país en el que la educación y la cultura son secundarias. Y la hay también en esos padres que critican y no construyen. La hay en esas personas que parecen no comprender que el futuro, los adultos del mañana, se moldean en las aulas de los colegios.


Y es que, ¿cómo olvidar a esa persona que, por primera vez, te recita una poesía?


Para ti Irene, que demuestras cada día que a la vocación nunca se le acaban las fuerzas.

25.7.17

Idas y venidas

Cuando te vayas recuerda apagar las luces, cerrar la puerta con llave y darle dos vueltas al cerrojo. Recuerda, sobre todo, no girarte para descubrir si aún soy espectadora fiel desde la mirilla. Cuando te vayas, procura resguardarte del calor de mi piel y acuérdate también de quitar la escarcha de esa media lengua de Che Guevara. Cuando te vayas, inicia una carrera de fondo hacia el sur y pierde de vista que algún día supuse un norte en tu brújula caprichosa. Cuando te vayas, demuéstrame que a esto le sobraban palabras pero hazlo de un modo elegante: con susurros o caricias que sepan a carnaval.

Cuando te vayas decide hacerlo tan lejos que tus pestañas no causen un efecto mariposa irreversible que acabe meciendo las mías. Cuando te vayas vuelve a leerme, a tragarme, a atosigarme sin agobios. Cuando te vayas, recuerda que te cedí un aliento que, por dejar de pertenecerme, me convirtió en la peor versión de Fred Astaire, incapaz de no pisar los pies al resto de acompañantes. Cuando te vayas, recuérdame dulce como la parte más vulnerable de Marilyn. O evócame fuerte, como aquella Frida de la que tanto te hablé. Cuando te vayas idealízame, por favor, idealízanos.

Cuando te vayas, conviértete en voyeur y busca el placer en hilvanar los pedacitos de mi vida que se corrompen en el boca a boca. Cuando te vayas deshazte de placer pensando en mí pero, te pido con el corazón sobre una mesa de latón, que yo no me entere. Cuando te vayas, ten sueños o pesadillas de esas que te despiertan sin saber cómo, dónde o por qué. Cuando te vayas, quítate el lastre y enamórate de tus inseguridades cuando tu espejo muestre ese reflejo de pretensiones revolucionarias. Cuando te vayas, derríteme y hazme latir. Vuelve a contarme a qué sabe el mundo cuando lames la tinta impregnada en la piel.

Cuando te vayas, piensa en no volver.
Cuando te vayas, de(vuelve)me.

19.6.17

Fue bonito

Dueles.
Duelo. 
El duelo. 
Mi duelo. 

Con sus fases, su malestar, sus querer y no poder estar feliz, su pérdida, mi echar de menos, tu ausencia... El duelo es eso que vivimos cada vez que alguien se va para siempre o, al menos, pretendemos que así sea. Ese último abrazo que huele a ti y a mí y que reprime besos y un inexplicable "duerme conmigo esta noche". Que te echo de menos a ratos, que añoro los viajes que pudieron ser y los maratones de series que anticipaban la ternura de tus besos. Que te diría que vuelvas pero no hay sitio en este ático ardiente para los dos. Que quiero ser discreta, que quiero que nadie sepa pero, al final, mucho de lo que arde en esta casa sabe a ti. 

Necesito el roce de tu barba o de una barba en general, pero el miedo me aprieta el pecho. El miedo a rehacer. Tú con tu vida, yo con la mía. Tengo un sentimiento catastrofista que me abre el pecho por la mitad si te vuelvo a ver  y un algo imposible de describir que me impide ceder mi aliento a otro yo. Hacer clic me da miedo. Que te acuestes y tu cabeza haga clic, que sus manos consigan tu clic... Es un pensamiento recurrente al que el raciocionio no alcanza.

Y es de ese miedo que se esconde en las habitaciones oscuras y solitarias de donde surge lo bonito. Tu forma de ser bonito; ese duende que se enroscaba entre tus pestañas y silbaba entre esa sonrisa que algún día repasé. Algunos dicen que las relaciones o el amor es bonito mientras dura. Yo digo que, a pesar de lo dañino y de ese extrañar en bucle, hay bonitos que sobrepasan las barreras del amor. 

La capacidad de ser bonito escala cualquier cordillera, sierra o clavícula. Es como poner una canción de Ella baila sola y sentirte libremente pequeña. Fue bonito y, cuando el duelo y el dolor implosionen, seguirá siendo bonito. Y cuando deje de autoexigirme felicidad, seguirá siéndolo. Y cuando estas palabras no evoquen (nuestros) recuerdos, ahí todo será más bonito. Porque, como ocurre con las grandes obras de la literatura, el amor también gana premios a título póstumo. 

18.5.17

Yo, (mimé), conmigo

- Resquebrajada- dijo ella.
- Bonita palabra. No conozco a nadie que hable como tú- afirmó él.

A continuación comenzó a sonar una banda sonora con súbitos crash como base. Y todo siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, tal y como decía la canción. 

Él con sus juegos, sus rarezas, su pasión y ese atractivo que imantaba las nucas.

Ella continuó con su buhardilla, sus letras atrayentes, su gazpacho y alguna serie animada de Netflix en las noches impares.

Queriéndose en la distancia, mimándose sin ser dos.

Tú, (mimé), contigo.

Yo, mi(mo), conmigo.

13.4.17

Obsolescencia programada

Ya ha llegado ese momento del año en el que nos toca hacer el cambio de armario. Cambiar los jerseys mullidos por esas camisetas que llevan impregnada la sal del mar. Cambiar bufandas por bikinis, vaqueros por vestidos, abrigos por agua embotellada en el frigorífico. Cada año más o menos siempre al mismo tiempo, aunque todo depende de las inclemencias meteorológicas, toca hacer un cambio, un "reseteo" de todo aquello que, como en el ciclo sin fin de las películas Disney, volverá a aparecer en tan solo unos meses.

Y odio este momento, lo odio con todas mis fuerzas porque me cuesta sintetizar cuando hablo y, por la profusión de adjetivos, me ocurre también cuando escribo. Así que, podríamos decir que soy una de las personas menos prácticas del planeta y un cambio de armario requiere sangre fría y decisión. Yo, de sangre caliente y tendencia a la duda, creo un mundo entre aquello que debería dar, tirar, repartir entre amigas y lo que realmente voy a utilizar. 

Pues bien, todo acaba dos vaqueros y un par de jerseys después. Así es, conservo todo, lo útil y lo muy inútil, porque el "por si acaso" fue un aprendizaje materno que me quedó grabado muy dentro. Y claro, cuando te cuesta desprenderte de lo material, imagina lo que puede ser dejar atrás personas o enterrar sentimientos. 

Vivimos en el momento del ya, el ahora, lo inmediato. Y la inmediatez a veces se paga muy cara cuando nos malinformamos y cuando intentamos que todo llegue y se vaya tan rápido que apenas tengas tiempo a saborearlo. La mítica metáfora del helado derritiéndose ante ti: ¿le das un gran bocado o lames poco a poco los ríos dulces que van cayendo por el cucurucho? Lo primero es obsolescencia. Lo otro es aferrarte a un tiempo en el que ¿por desgracia? no te ha tocado vivir. 

Escucho muchas historias. Mis amigas viven muchas historias que me hacen llevarme las manos a la cabeza y acabo de comprender que lo realmente hipster es vivir desequilibradamente (o algo así). ¿Por qué hay gente que tiene esa facilidad para adaptarse a los cambios? Hoy sí, mañana no. Hoy conozco a alguien, mañana ni me acuerdo. Hoy quiero pareja, mañana prefiero la compañía de siete gatos persas. Hoy te juraría amor eterno, mañana prefiero acostarme con la primera que conozca en Tinder. Y así sucesivamente. Lo obsoleto es más antiguo que nunca y lo antiguo puede tener diez años o dos minutos de vida. Todo se consume rápido y en grandes cantidades. Mejor ocho que cinco, mejor un 3x2 que algo que realmente me satisfaga. Y algo que me requiera más de tres minutos de reflexión, ya es un estorbo en mi vida.

Porque la vida pirata es la vida mejor, sí. Y la obsolescencia programada no está hecha para mí. 

25.3.17

El miedo irracional

Tengo miedo a las alturas, a la enfermedad, a la muerte, a los desguaces de corazones, a la vida feliz y a la gente demasiado valiente.

Soy consciente de mi naturaleza miedosa desde que tengo uso de razón. Cuando era pequeña, de repente sentía arrebatos de valentía y me lanzaba a quitarle los patines a la bici antes de tiempo. Minutos después, me dejaba los dientes sobre los bordillos de las calles de un pueblo olvidado. Pero en esencia había conseguido mi objetivo: miedos superados y las consecuencias, al menos esta vez, se podían subsanar.

A pesar de esos arranques que me hacen parecer valiente ante los desconocidos, soy de esas personas que piensa cinco o seis o diez veces antes de actuar. El miedo al fracaso me paraliza tantas veces que es imposible salir indemne de esta noria que es la vida. Y muchas veces me doy cuenta de las oportunidades que pierdo, que perdemos, por el miedo a todo. El miedo absoluto a actuar.

Entre la gente que nos rodea hay un miedo inmenso a la soledad, al cambio, a los silencios en pareja, a tocar fondo o a llegar demasiado alto. Lo peor es que lo pensamos con calma, todos ellos son miedos más que necesarios cuando tienes una mente consciente del mundo que te rodea. Porque se nos pasa el arroz, salimos de nuestra zona de confort, dejamos de tener conversaciones banales y, ¿si resulta que esta vez sale bien?

Es época de caos y cambios. De esos caos que desembocan en felicidad aunque no seamos capaces de vivir con intensidad el momento. Coartados, como estamos, por ese miedo irracional a que las cosas salgan bien. ¿Por qué da tanto miedo cuando recibes algo que realmente mereces? Alguien me habló una vez de esa zona de confort que todos tenemos y que muchas veces asienta sus cimientos en la queja. Porque nadie puede negar que renegar del trabajo, la familia, ese amigo que no entiendes o el capullo de turno es más sencillo de expresar que hablar de las cosas que sí te llenan y, además, está mejor visto.

Por eso, nos metemos debajo del colchón y nos acomodamos bajo sábanas confortables, con el pijama más mullido y las braguitas de los sábados en casa. Ahí acurrucada no hay peligro de que las cosas cambien y así todo se ve más liviano, la vida no pesa y el miedo es menos irracional. O, con un poco de suerte, ni siquiera existe. 



24.1.17

Lecciones de mudanza

Mudar, pedalear, avanzar, mutar. Sentir como la piel se estira elástica y pierde esa memoria que siempre nos dijeron que tenía. Cambiar ahora significa reconvertirse en otros cuerpos y aprender a estar con otros modales y en otras estaciones. Cambiar es ahora transmutar en un techo de vigas de madera que asoma a las antenas hilvanadas de Madrid.

Mudarse es mutar en otras vidas que algún día imaginaste tuyas, reaprender a desayunar dejando la cocina e impregnando de café una mesa de cristal. Mudar es cambiar y también dormir. Dormir en nuevas camas y sentir el roce mañanero de las sábanas, agarrarse con fuerza a la almohada y saber que todo está donde debería.

Remoloneo entre muebles más o menos bonitos, más o menos usados. Ya casi he dejado atrás aquel balcón testigo de vidas. Me cuesta deshacerme de lo que algún día fue mío y aunque deseaba con todas mis fuerzas un cambio, lo cierto es que las despedidas siempre me supieron a mucho. Es difícil cerrar capítulos y sentirse jinete sin cabeza cabalgando por la propia vida. Y a la vez es maravilloso sentir que ahora las riendas del cambio las llevas tú. Hipocresía cotidiana en estado puro, diría yo. 

Han sido más de tres años y siento que lo que dejo atrás ha desnudado mi intimidad hasta descubrir lo que nunca nadie siquiera imaginó. Recuerdo que ya he sentido esta sensación, ya he encerrado mi vida en cajas de cartón dos veces más y cada vez es diferente. El celofán a veces actúa como un cierre hermético de sensaciones y otras, sin embargo, funciona como una superficie porosa por la que seguirán desfilando los recuerdos. Juegos de la mente, de esos sin tableros ni instrucciones, en los que solo gana lo bonito.

Mudar es ahora paz, silencio y fiereza. También soledad necesaria. Por supuesto, dependencia de los espacios y de las cosas. Pero confío en que aprenderé a deshacerme de todo y volver a ofrecerme desnuda de sensaciones a estos espacios y aquellas cosas. 

Reinventarse o morir, decían. 

2.1.17

Volver

Como el Almendro, yo también vuelvo siempre a casa por Navidad. Hace tiempo que la casa no es ese edificio físico en el que crecí; mi casa es todo. Casa es paz, serenidad, desconexión, nostalgia y un punto y aparte en el que acomodarse en los sillones no es solo quietud, sino también una reposición de fuerzas que no sabría describir.

Me siento a la mesa.

Me siento a la mesa.

Me siento a la mesa.

Mi abuela limpia los mejillones y siempre repite que nunca más volverá a prepararlos porque le dan mucho trabajo. Pero ella siempre vuelve. Repite minuciosamente sus gestos año tras año: se sienta discreta en una esquina de la mesa y reserva palabras bonitas para la intimidad del después. Mi abuelo mira atento la Puerta del Sol por la televisión. Como en un bucle infinito afirma 'tú habrás pasado muchas veces por ahí', y vuelve a adelantarse con la primera uva porque los formalismos no son para él. Porque su vida de campo va más allá y porque me enseña que la verdadera suerte se trabaja en lo cotidiano.

Vuelvo a casa. Vuelvo a ver a mis primos... ¡Ha pasado tanto tiempo desde la última vez! Te das cuenta entonces de cuántos momentos te pierdes por estar lejos. ¿Dónde está el niño?, dice mi abuela. Y aparece un pequeño hombrecito que ha dejado atrás su rostro angelical para dar paso al acné y esos gallos en la voz tan propios de su edad. ¿Y la niña por qué no viene ya a cenar?, pregunta mi tía.Y ahí aparece mi prima, con toda su fantasía puesta en una melena de infarto y un libro en inglés para leer estas Navidades. Sonríe tímida y creo ver en ella algo de la adolescente que algún día fui.

Vuelvo a comer. Visito a mis abuelos paternos. Ochenta años y once hijos, con sus respectivas parejas y descendencia. Y sí, si me pongo a echar cuentas, casi con certeza acumulo alrededor de 30 primos que van desde la más tierna infancia hasta bien pasados los 30. Redescubro nuevas personitas que han crecido lejos y a las que solo me unen las fiestas de guardar. Inconvenientes de una familia tan grande, pienso yo. Llega la sobremesa y como en un plano secuencia veo la cámara girar en torno a todos los que estamos sentados a la mesa: ¿sigues en el mismo trabajo? ¿te mudas? ¿y ya aprobaste las oposiciones? ¿20 años ya? Y así sucesivamente.

Vuelvo a casa. Mamá, papá, Lucía y Rodri. Echar de menos era esto, me digo y achucho todo lo que puedo. Porque mi hermano se deja y sé que él lo necesita tanto como yo. Vuelvo a casa y su sonrisa me reconforta y mi madre me hace pensar que nada malo va a pasar mientras siga aquí. Habla de mí y veo en su mirada de orgullo todo ese esfuerzo e ilusión guardados durante años esperando que todo saliese así. Y yo solo puedo querer...

Vuelvo a casa. Vuelvo a los bares de mi casa. Vuelvo a La Bañeza, vuelvo a León, al bajo cero y los cortos. Vuelvo a pasear por esas calles que vieron tanto de mí... Vuelvo a quedar a las mismas horas, en los mismos lugares y, lo más importante: con las mismas personas. Conservo mi grupo de amigas desde que mi memoria alcanza y esa quietud es para mí más que necesaria. Hemos pasado tanto juntas que sé con certeza que podrían narrar punto por punto los hitos de mi vida. Navidades maridadas con espumosos sobre las mesas del que era nuestro bar de siempre hoy son cenas a domicilio en la independencia que nos proporciona haber alcanzado los 25. Y es tan bonito volver y que todo esté, que todos estén. Repetir rituales que quizás no tengan sentido pero, qué importa: nadie se cuestiona cambiarlos y eso aquí es felicidad.

Vuelvo a casa y duermo, como, vivo y río de una manera que solo es posible aquí. Doy amor como tampoco supe dar nunca en otro rincón del mundo. También paso frío y congelo sentimientos, escarcho miradas y procuro que aquello nunca más vuelva. Recibo bofetadas de realidad que dejan marca solo mientras estás aquí. Después, simplemente todo se olvida. Después, simplemente todo fluye sin que yo esté aquí. Mi vida fluye, choca y serpentea lejos de aquí porque, después de la vuelta, el espectáculo debe continuar.