Tengo miedo a las alturas, a la enfermedad, a la muerte, a los desguaces de corazones, a la vida feliz y a la gente demasiado valiente.
Soy consciente de mi naturaleza miedosa desde que tengo uso de razón. Cuando era pequeña, de repente sentía arrebatos de valentía y me lanzaba a quitarle los patines a la bici antes de tiempo. Minutos después, me dejaba los dientes sobre los bordillos de las calles de un pueblo olvidado. Pero en esencia había conseguido mi objetivo: miedos superados y las consecuencias, al menos esta vez, se podían subsanar.
A pesar de esos arranques que me hacen parecer valiente ante los desconocidos, soy de esas personas que piensa cinco o seis o diez veces antes de actuar. El miedo al fracaso me paraliza tantas veces que es imposible salir indemne de esta noria que es la vida. Y muchas veces me doy cuenta de las oportunidades que pierdo, que perdemos, por el miedo a todo. El miedo absoluto a actuar.
Entre la gente que nos rodea hay un miedo inmenso a la soledad, al cambio, a los silencios en pareja, a tocar fondo o a llegar demasiado alto. Lo peor es que lo pensamos con calma, todos ellos son miedos más que necesarios cuando tienes una mente consciente del mundo que te rodea. Porque se nos pasa el arroz, salimos de nuestra zona de confort, dejamos de tener conversaciones banales y, ¿si resulta que esta vez sale bien?
Es época de caos y cambios. De esos caos que desembocan en felicidad aunque no seamos capaces de vivir con intensidad el momento. Coartados, como estamos, por ese miedo irracional a que las cosas salgan bien. ¿Por qué da tanto miedo cuando recibes algo que realmente mereces? Alguien me habló una vez de esa zona de confort que todos tenemos y que muchas veces asienta sus cimientos en la queja. Porque nadie puede negar que renegar del trabajo, la familia, ese amigo que no entiendes o el capullo de turno es más sencillo de expresar que hablar de las cosas que sí te llenan y, además, está mejor visto.
Por eso, nos metemos debajo del colchón y nos acomodamos bajo sábanas confortables, con el pijama más mullido y las braguitas de los sábados en casa. Ahí acurrucada no hay peligro de que las cosas cambien y así todo se ve más liviano, la vida no pesa y el miedo es menos irracional. O, con un poco de suerte, ni siquiera existe.
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