24.1.17

Lecciones de mudanza

Mudar, pedalear, avanzar, mutar. Sentir como la piel se estira elástica y pierde esa memoria que siempre nos dijeron que tenía. Cambiar ahora significa reconvertirse en otros cuerpos y aprender a estar con otros modales y en otras estaciones. Cambiar es ahora transmutar en un techo de vigas de madera que asoma a las antenas hilvanadas de Madrid.

Mudarse es mutar en otras vidas que algún día imaginaste tuyas, reaprender a desayunar dejando la cocina e impregnando de café una mesa de cristal. Mudar es cambiar y también dormir. Dormir en nuevas camas y sentir el roce mañanero de las sábanas, agarrarse con fuerza a la almohada y saber que todo está donde debería.

Remoloneo entre muebles más o menos bonitos, más o menos usados. Ya casi he dejado atrás aquel balcón testigo de vidas. Me cuesta deshacerme de lo que algún día fue mío y aunque deseaba con todas mis fuerzas un cambio, lo cierto es que las despedidas siempre me supieron a mucho. Es difícil cerrar capítulos y sentirse jinete sin cabeza cabalgando por la propia vida. Y a la vez es maravilloso sentir que ahora las riendas del cambio las llevas tú. Hipocresía cotidiana en estado puro, diría yo. 

Han sido más de tres años y siento que lo que dejo atrás ha desnudado mi intimidad hasta descubrir lo que nunca nadie siquiera imaginó. Recuerdo que ya he sentido esta sensación, ya he encerrado mi vida en cajas de cartón dos veces más y cada vez es diferente. El celofán a veces actúa como un cierre hermético de sensaciones y otras, sin embargo, funciona como una superficie porosa por la que seguirán desfilando los recuerdos. Juegos de la mente, de esos sin tableros ni instrucciones, en los que solo gana lo bonito.

Mudar es ahora paz, silencio y fiereza. También soledad necesaria. Por supuesto, dependencia de los espacios y de las cosas. Pero confío en que aprenderé a deshacerme de todo y volver a ofrecerme desnuda de sensaciones a estos espacios y aquellas cosas. 

Reinventarse o morir, decían. 

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