Desde las afueras del mundo era más díficil recordar. Portal, cocina, bañera, sofá y escaleras enroscadas en su propia altitud. Localizaba cada parte y la recogía en aquella vieja estantería de madera atendiendo siempre al año, el mes, el día, la hora, el minuto, el segundo...y la persona. Aquel rincón de cuidadosa organización se parecía más al paraíso de cualquier rata de biblioteca que a un cementerio de nombres para olvidar. La perfecta estructura de sus baldas en las que ni un vaso podría tenerse en pie, hacía temblar al mismísimo mundo de los melancólicos sin remedio. Desde abajo hacia arriba, podía encontrar una cronología de su incipiente vida amorosa. En contacto con sus pies, las cifras hablaban del 2005 y las separaciones entre secciones eran pequeñas aún. Siguiendo ese recorrido ascendente, los márgenes se hacían más amplios, las astillas de la madera más puntiagudas y el corazón empequeñecía. En la tercera balda, tan sólo dos conjuntos de palabras y números incomprensibles:
C. 2006. Enero. 31. 18:20 Portal.
A. 2007. Agosto. 3. 2:55. Pub sicodélico.
La estantería continuaba su recorrido. Ahora ya no había letra inicial, solamente lo que parecía un año y un lugar. ¿Un lugar de encuentro? ¿un lugar de recuerdo? ¿quizás de olvido? ¿un lugar de pasión?... Ella escogía el lugar rebuscando en la parte de su memoria que le complacía. La cuarta y quinta balda sólo contenían uno de estos conjuntos. Un espacio grande para olvidos costosos. La última balda ocupada llamaba poderosamente la atención. Ni una inicial, ni un año pero sí una gran ennumeración de localizaciones:
Casa. Acera. Sofá. Cocina. Cortina. Coctelería. Concierto. Coche. Bar. Bañera. Portal. Taxi. Plaza. Escalera. Metro. El quicio de nuestras camas.
Este último eslabón repleto de la vieja estantería estaba dedicado a uno de esos olvidos de díficil distracción. No había inicial porque el nombre no decía lo suficiente acerca de la persona. No había fecha porque sentía que aquellos versículos amorosos se expandirían en el tiempo. Sí había espacios porque lo cotidiano hace díficil el olvido y porque haber compartido aquello le había hecho apreciar lugares que siempre había pasado por alto. A menudo pensaba en redistribuir aquella estantería: eliminar el cementerio de nombres a olvidar y situar en su lugar a quien quería recordar siempre. La intención nunca había sido suficiente y quienes ocupaban un lugar en el cementerio de los olvidos eran también quienes merecían un espacio en su inventario vital. Comprendía que no podía separar lo bueno de lo malo ni hacer inútil lo que, en realidad, había servido para, al menos, sonreir. Así, la estantería debería seguir ocupándose porque sin ella nada habría valido la pena.
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