Tengo cristales en las manos y me duele acariciarte. No por el miedo a resquebrajarme sino por sentir cómo se reafirma tu perpetuidad en el reflejo. El reflejo sólo se vislumbra desde la perspectiva de los trescientos días después.
Tus mismas formas, tus mismas ganas, tus mismas fobias...
Tuve miedo, lo confieso y, de repente, te ví. Volví a verte y no sé ni siquiera cómo. Si era un sueño no lo sé pero tampoco me importó. Echaba de menos rodar por la diagonal de las baldosas que componen este mundo tan inerte en el que nos tocó querer...
...o moder, sin pedir permiso, ese rincón de piel entre la cintura y la cadera. A un lado, a medio camino entre mi ombligo y tu espalda.
...o moder, sin pedir permiso, ese rincón de piel entre la cintura y la cadera. A un lado, a medio camino entre mi ombligo y tu espalda.
Ví tus movimientos; tan contundentes como dulces. Tu forma de fruncir el ceño en el momento en el que la fricción de los cuerpos se volvía incontenible.
Sentí la respiración profunda pero apenas perceptible en tus labios maltratados por el frío. También las miradas horizontales que terminaban en beso en el hombro.
La forma de despeinar las inquietantes ondas de mi pelo, de mi frente a tu pecho y de mi boca a tu dedo pulgar. El índice para indicarte que era el momento de adivinarnos el color de los ojos tropezando con nuestras pestañas.
Echo de menos susurrar, morder, romper, insistir, descansar...
Echo de menos susurrar, morder, romper, insistir, descansar...
Entrelazar las manos por debajo de la almohada y enredar nuestras piernas hasta respirar en tu boca.
Y susurrar y humedecer.
Y empañar los cristales para no resquebrajarme y así ahuyentar el vaho y evitar la perpetuidad del reflejo. Las caricias se reanudan sólo en sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario