Que defiende la libertad absoluta. Libertad absoluta de pensamiento, palabra y obra. Esa era la sensación que me invadía aquel sábado por la noche. Después de haber dado portazo a varios capítulos disecados de la anatomía de nuestra historia, me despojé de todo. No había ancla, peso o cuerda lo suficientemente fuerte como para detener ese maremágnum de optimismo que me recorría en cada pálpito.
Te cogí la mano y no sentí y a partir de ahí el declive solo podía dejarnos en los huesos. A ti en los huesos, a mí en lo más parecido que he sentido nunca a la gloria más absoluta. ¡Qué paz! ¡Qué descanso acelerado! Y me senté a tu lado y por primera vez dejé de perderme en la perfección de tu sonrisa. Me vi mirando a otro lado y contándote todos los planes que me rondaban la cabeza en aquel mes de septiembre que, por primera vez, no hablaba de vueltas sino de comienzos.
Si me voy al otro lado del mundo o si nunca me atrevo a montar en ese avión, ya poco importaba. Tú simulabas interés y ya sabías por experiencia que a mí nunca se me dio demasiado bien fingir. Así la conversación daba bandazos a izquierda y derecha vislumbrando la luz al final del túnel. Y llegó el momento de separar nuestros caminos. Fríos como llevaban siéndolo todos estos meses. Ilusos, pensando que quizás algún día resulte más fácil reengancharnos de la piel del otro.
No hubo dolor. En su lugar, un abrazo algo forzado y tu mano buscando rincones que ya solo encontrarás en recuerdos...
Libertaria. Porque el punto y final esta vez corre de mi cuenta, amigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario