Esta es la historia de dos siameses unidos por el miedo a perder con el
otro más que una parte de su cuerpo. Lo terrenal de sus extremidades se deshace
en los ángulos que no les pertenecen y, a partir de ahí, comienza lo sublime. Caminan
a un mismo ritmo, miran desde y hacia sus propios ojos vidriosos y saborean con
mimo la saliva del otro como si se tratase de una sabia que amarra el mañana.
La cotidianeidad de sus días se torna entre monótona y caprichosa, más lo
segundo que lo primero. Se descubren nuevos recovecos cada noche, como quien
cuenta las mil pecas de una espalda. Vuelven a toparse con sus puntos de unión,
aquellos que guardan pronunciados
pliegues en los que la piel se siente de una forma diferente. Al lado de estos pliegues, sólo queda lo
corpóreo iluminado por la divinidad de la luna llena.
Llega un día en el que la piel se
agrieta y los pliegues, casi gritando, piden separarse. La sangre se desparrama
y actúa como tinta imborrable de huellas dactilares. Hay restos en sus pechos,
en la mandíbula de aquel y en los muslos de ambos. Los recodos de sus cuerpos
se vuelven impracticables y los siameses permanecen unidos solamente por las
leyes de la física. Intentan sustituir aquel amor a través de almohadas
alargadas que funden su tejido con la piel. Uno de los siameses, ya sólo uno,
besa los pliegues de su otro yo, en un intento por zurcir las heridas. Con el
paso de los meses, la sangre se seca y se reabsorbe en los puntos de unión que,
por cierto, dejan de cumplir su función. Los dos cuerpos, que ya son dos,
ruedan en direcciones opuestas y se desvanecen por los márgenes de aquel
colchón que ocupan desde hace más de cinco años. Sin embargo, “la historia de
los siameses unidos por el miedo a perder con el otro más que una parte de su
cuerpo” no termina aquí.
La piel deja de tener memoria más
rápido de lo que ambos suponen. Como resultado, los puntos de unión ya no son
heridas, sólo aperturas dispuestas a atraer otros cuerpos. Así ocurre y aquel
miedo a perder más que una parte del cuerpo se vuelve inconsistente. Aceptan
otros pechos, otra mandíbula y, claro está, otros muslos. Durante un tiempo
juegan con la idea de adoptar una almohada como ese otro yo pero pronto
encuentran a un manco, una ciega y una boca portadora de vida. Se conforman y
rehacen aquellas grietas en la piel
mientras se acomodan en el mismo colchón, en diferente lado. Nadie
cuestiona ya la fidelidad de aquellos siameses, al tiempo que ellos mismos son
conscientes del terror que les inspira la soledad. Los indisolubles se pierden
y vuelven en una forma similar y un fondo monótono y caprichoso; más lo primero
que lo segundo.
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