Su mirada supuraba lágrimas, sin tregua apenas para los suspiros ansiosos. Quién sabe qué le había ocurrido a aquella muchacha de tez pálida que miraba hacia un mundo desolador enmarcado por dos mechones de pelo. Llevaba escombros en las mejillas y ruina en el pecho y, a pesar de todo, lloraba como una niña que no quiere ir a la escuela. Aún parecía inocente y desprendía infancia en aquella primera cicatriz tan díficil de encontrar. Envolvía su psicótica forma de sufrir en un abrigo rojo, rojo como su frustración. Colocaba las tablas de su falda y de inmediato se reconciliaba con alguna canción de autor. Por un momento, el llanto estalló de nuevo, más fuerte y más sincero. Temblaban su barbilla y su labio inferior. El trayecto entre una y otra lágrima se volvía amplio, las comisuras se agrietaban y la joven lloraba en silencio. Había paz, la observábamos con paz. Sonó un crujido, entre madera y esternón y acto seguido el más sepulcral de los silencios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario