28.3.13

El gran desencanto



No será fácil para ti, desde luego que no,  pero confío en que algún día comprendas que la simetría no siempre resulta humana. ¿Acaso has oído hablar de la solidaridad simétrica o de la ternura equilibrada? Ni el mundo resulta matemático ni la belleza se ha medido nunca por los gramos de maquillaje que te ocultan. Así es, puedes juzgar la diferencia y reírte de las aspiraciones utópicas del otro. Te diría que, incluso, puedes mirar por encima de tu hombro empolvado de soberbia. O empolvar  la soberbia de los otros con una buena cantidad de ego irracional. Puedes hacerlo todo y sentirte poderoso ahí arriba, en ese trono andrajoso construido a base de pisotones. Supongo que te resulta fácil esa vida de sonrisas perfectas y burbujas de champagne. Y supongo también que tu intelecto no te permite concebir que haya amor en unos dientes mellados o en un refresco a las seis. 


Gracias por hacerme sentir que no soy como tú. Gracias, de verdad, porque dudo que pudiese resistir la monotonía del tejado bajo el que te resguardas. 




21.3.13

Fidelidad siamesa



Esta es la historia de dos siameses unidos por el miedo a perder con el otro más que una parte de su cuerpo. Lo terrenal de sus extremidades se deshace en los ángulos que no les pertenecen y, a partir de ahí, comienza lo sublime. Caminan a un mismo ritmo, miran desde y hacia sus propios ojos vidriosos y saborean con mimo la saliva del otro como si se tratase de una sabia que amarra el mañana. La cotidianeidad de sus días se torna entre monótona y caprichosa, más lo segundo que lo primero. Se descubren nuevos recovecos cada noche, como quien cuenta las mil pecas de una espalda. Vuelven a toparse con sus puntos de unión, aquellos que  guardan pronunciados pliegues en los que la piel se siente de una forma diferente.  Al lado de estos pliegues, sólo queda lo corpóreo iluminado por la divinidad de la luna llena. 

Llega un día en el que la piel se agrieta y los pliegues, casi gritando, piden separarse. La sangre se desparrama y actúa como tinta imborrable de huellas dactilares. Hay restos en sus pechos, en la mandíbula de aquel y en los muslos de ambos. Los recodos de sus cuerpos se vuelven impracticables y los siameses permanecen unidos solamente por las leyes de la física. Intentan sustituir aquel amor a través de almohadas alargadas que funden su tejido con la piel. Uno de los siameses, ya sólo uno, besa los pliegues de su otro yo, en un intento por zurcir las heridas. Con el paso de los meses, la sangre se seca y se reabsorbe en los puntos de unión que, por cierto, dejan de cumplir su función. Los dos cuerpos, que ya son dos, ruedan en direcciones opuestas y se desvanecen por los márgenes de aquel colchón que ocupan desde hace más de cinco años. Sin embargo, “la historia de los siameses unidos por el miedo a perder con el otro más que una parte de su cuerpo” no termina aquí.

La piel deja de tener memoria más rápido de lo que ambos suponen. Como resultado, los puntos de unión ya no son heridas, sólo aperturas dispuestas a atraer otros cuerpos. Así ocurre y aquel miedo a perder más que una parte del cuerpo se vuelve inconsistente. Aceptan otros pechos, otra mandíbula y, claro está, otros muslos. Durante un tiempo juegan con la idea de adoptar una almohada como ese otro yo pero pronto encuentran a un manco, una ciega y una boca portadora de vida. Se conforman y rehacen aquellas grietas en la piel  mientras se acomodan en el mismo colchón, en diferente lado. Nadie cuestiona ya la fidelidad de aquellos siameses, al tiempo que ellos mismos son conscientes del terror que les inspira la soledad. Los indisolubles se pierden y vuelven en una forma similar y un fondo monótono y caprichoso; más lo primero que lo segundo.

7.3.13

Espectando

Su mirada supuraba lágrimas, sin tregua apenas para los suspiros ansiosos. Quién sabe qué le había ocurrido a aquella muchacha de tez pálida que miraba hacia un mundo desolador enmarcado por dos mechones de pelo. Llevaba escombros en las mejillas y ruina en el pecho y, a pesar de todo, lloraba como una niña que no quiere ir a la escuela. Aún parecía inocente y desprendía infancia en aquella primera cicatriz tan díficil de encontrar. Envolvía su psicótica forma de sufrir en un abrigo rojo, rojo como su frustración. Colocaba las tablas de su falda y de inmediato se reconciliaba con alguna canción de autor. Por un momento, el llanto estalló de nuevo, más fuerte y más sincero. Temblaban su barbilla y su labio inferior. El trayecto entre una y otra lágrima se volvía amplio, las comisuras se agrietaban y la joven lloraba en silencio. Había paz, la observábamos con paz. Sonó un crujido, entre madera y esternón y acto seguido el más sepulcral de los silencios.