La sensación de que de un minuto para otro el mundo se te ha venido encima de la espalda y te descoloca las vértebras es una de esas vivencias de las que una intenta escabullirse siempre que puede. Sin embargo, hay momentos en los que ese cúmulo de negatividad se convierte en un bucle sobre el que solo se arroja más y más tierra para ocultar la posible luz.
En solo un mes, el mundo se ha desplomado ya tres o cuatro veces y aunque me duelen los hombros y no sé si mi cuerpo aguantará la próxima embestida, sé que cuando el fin del mundo llega, el fin del mundo también pasa. De puntillas y muy despacio se va alejando, siempre se acaba y vuelve a regenerarse en un lugar mejor, emulando a ese ave fénix que renace de sus cenizas. Esta sensación solo dura un par de días y se acentúa por la noche. Por suerte, nos hace más fuertes, puros y nos escarmienta. Pero jode, jode despertar.
Y así, el fin del mundo debe haber tenido lugar trillones y trillones de veces y ha pasado de generación en generación, tal y como lo hace el amor. Y es que, como suele decir muy sabiamente mi abuelo: "todo da por detrás en esta vida menos el aire en bicicleta". Así de simple, así de siempre.
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