Puso sus pies fuera de aquel amasijo de hierros y la risa nerviosa se apoderó de su rostro. ¿Y si él la estaba observando desde algún lugar de la estación? ¿Y si era demasiado palpable el manojo de nervios en el que se había convertido? ¿Y si no pudiese reprimir el poderoso deseo de su cuerpo? Todas aquellas preguntas se habían agolpado en su cabeza durante el trayecto en tren pero ahora de repente se acumulaban en su garganta y le provocaban nauseas.
Comenzó a mirar hacia todos los lados. Él estaría tan guapo como lo recordaba o quizás ni siquiera se hubiese acordado de ir a la estación a buscarla. La negatividad inundaba sus emociones en uno de cada dos pálpitos. Tembló, se frotó las manos, respiró hondo y sintió cómo en su cuerpo se acumulaban las ganas de amar.
Finalmente, él llegó y ella lloró. Con esas lágrimas que dicen "aquí y ahora". La estrujó contra su pecho, le desgastó los labios, repasó sus mejillas y reconoció el placer en sus rincones. La espera había terminado y, en lugar de ser felices y comer perdices, prefirieron besarse como en las películas y quererse como en las canciones, como decía aquel poema de Luis Alberto de Cuenca.
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