Las niñas que nunca rompen un plato al final suelen acarrear con el peso de resolver los pedazos de la vajilla que ya se ha reventado. Con la culpabilidad adquirida por el tiempo, al final una se hace responsable de la ineptitud de otro que no es capaz de sanarse por sí mismo. En el proceso de curación interviene la pizca de locura necesaria para alimentar a una bestia que acabará por agrietar la piel de quien le cuida. Es el método de los animales parásitos:
"Simulo quererte para que me hagas feliz pero solo unas horas, unas semanas o unos meses...un amor de verano estaría bien, pero desvanécete durante alguna noche de agosto, de diciembre o de febrero. Cuando menos te quede dentro, cuando más me haya aprovechado de tu entrega, cuando más te duela...sí, detente aquí, creo que ahora me viene bien".
Aún sabiendo que una está destinada a ese juego de chupópteros, se decide por la constancia. Gracias a ella, reinterpreta aquella vajilla rota y los motivos que la situaban en otro tiempo desaparecen, aparentando pulcritud e inocencia. La pureza se reconstruye apartando el polvo, esparciéndolo por otros aires y desgarrando, así, a esa restauradora improvisada de las ganas de amar. Consigue el sujeto parásito una felicidad inconsciente y traicionera, basada en la satisfacción de ver la sonrisa de una mientras se suponen haciendo el amor. Suena divertido, ¿verdad?, piensa él -. Al borde de la treintena me da por no comprometerme y querer momentáneamente hacerle gritar. Y la bestia crece y se alimenta de los besos, de las palabras y de las caricias, cuando las acepta, claro está. Cuando ya le agobia la profusión de amor, un no es el momento, será suficiente para dar todo por finalizado.
Tiempo después, una evalúa posiciones y se descubre caballo perdedor una vez más (porque los fracasos han sido varios y siempre de la misma manera). Con los sintagmas revolucionados, poco importa si el sujeto sanador sigue ahí porque, por lo general, un objeto pasivo aparece y, sin saber cómo, llega en el momento exacto en el que culmina la acción.Y surge el amor. Y llega la premura del compromiso que, ahora sí, los treinta acechan. Ese objeto pasivo, al que buscarle las costuras de poco sirve, ocupa el lugar en el que nos suponíamos haciendo el amor. De pasivo pasa a activo y no sana, ni lame heridas...ella muerde y encaja a la perfección en el mapa de la vida de parásito que una intentó reconstruir durante meses con esmero. Sus bordes ásperos, los de él, buscan unos que coincidan sin forzar porque si por algo se caracterizan los parásitos es por la simplicidad de sus formas, de quinceañero con algunos (o muchos) problemas para conocerse a sí mismo.
Y ahora es cuando mi madre diría que, pasados los 25, queridos parásitos, éso es ser un impresentable.
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