Empezaron con una línea imaginara que unía esas partes del mundo que reservaban para sus cenizas. Océanos, montañas, desiertos y la confluencia de ciertos ríos ponían de manifiesto que aquello no era plano y la vida tampoco. La línea imaginaria fue tornándose un lazo, con tramos sedosos pero hecha de áspero cordel. Y se ponía de manifiesto que aquello no iba a ser fácil y el amor tampoco. La línea imaginaria comenzó a rodear las siluetas de los cuerpos desnudos y también las calles de Madrid. Trazó un rastro tan profundo en el asfalto que tan sólo Pulgarcito sería capaz de perderse.
La rosa de los vientos no calibraba las direcciones y el imán no obedecía a los puntos geográficos. La boca era el Norte; el Este, todos aquellos lugares coronados por la nieve; el Oeste, cualquier bar que oliese a cerveza y el Sur...el Sur era un hogar cualquiera. Recordaron que una vez existió un mapa sin direcciones, sin coherencia, iluminado por las mil luciérnagas que brillaban entre la vegetación de los enclaves estratégicos. Por aquel entonces, cualquiera podía guiarse con una pizca de instinto y mala orientación, como si fuese Pulgarcito.
Reservaron su pasión para cuando llegasen a aquellos puntos estratégicos, mientras intentaban allanar el terreno a base de intelecto. Los caminos de piedras surgían de una casa en la montaña a donde no llegaba la línea imaginaria. Ése era su objetivo: el de él, el de ella. Allí donde ni siquiera Pulgarcito pudiese alcanzarlos; allí donde pudieran dejar a un lado la racionalidad y madurez. No llegaron nunca y, a medio camino, donde aún veían el trazo de la línea imaginaria, se detuvieron para descansar sobre la mullida hierba en la que habitaban las luciérnagas. Nada más se supo de ellos. No al menos de ellos como uno sólo, sino de ellos como dos Pulgarcitos en busca de una paz interior en la que sus cenizas yaciesen distantes.
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