No necesariamente las vistas al mar o la montaña son mis preferidas. La mayor parte de las veces me decido por el asfalto y los tejados que se ven desde mi balcón. Porque es ahí, en lo más alto de un edificio de la Calle Toledo, donde han empezado algunas de las historias más emocionantes de mi vida en los últimos años.
Esos inicios se parecen bastante a alguna película: una pareja habla tranquilamente en el balcón, ambos fuman e intercambian sonrisas cómplices sin dejar de mirar al cielo que se antoja infinito ante ellos. Y es que, con Madrid ahí, los ventanales de madera dejan de existir, no se escucha tampoco esa ambulancia frenética e, incluso, dejan de pelear los dos borrachos que lo hacen por costumbre. De forma imperceptible, uno se gira y la otra lengua busca su espacio y se produce la explosión que llevará a una cama sin retorno.
A la mañana siguiente, el balcón sigue ahí y, ¡qué maravilloso es que el barullo de los domingos te despierte con olor a café y buena compañía! Y es que este balcón ha visto tanto de mí, de mi intimidad, de mis frustraciones, mi orden y manías que más que un medio de contacto con el exterior, ya se ha vuelto una forma de explorar mis batallas y mi piel.
Este rincón de mi vida que lo mismo seduce que atrapa. Lo mismo ahuyenta telarañas que sirve de casa a las palomas. Este espacio tan mío, tan nuestro, de tantas almas que habrán pasado y pasarán por aquí. Este lugar, este hogar en el que te puedes sentir tan sola y al instante siguiente tan acompañada por los cuatro millones de habitantes que se agolpan en esta ciudad.
Este balcón que me ha regalado tantas instantáneas de domingos con luz de invierno y de sofocantes noches de agosto. Este balcón que invita al amor, a ceder el aliento, a estallar la vida sin importar la carcajada que resuene a mi lado. Este pequeño espacio forjado, pequeño, romántico...