25.12.11

Diez minutos en coche



A 80 kilómetros por hora surcando una carretera comarcal, con la mirada puesta en la luna y el corazón rayando el asfalto. Muevo mis dedos a un ritmo vertiginoso que ahuyenta la templanza que aún conservo y, a pesar de todo, no puedo dejar de pensar. Miro fijamente mis dedos y reposo tanto mis ojos que parece que el sonido ambiente ha desaparecido. Mirar sin ver y oír sin estar al tanto de lo que escucho. Estoy sola y ni siquiera tú ocupas alguna esquina de mi cuerpo...ni siquiera tú. Creo que mi dedo índice me recuerda a ti y mi yema...sí, la yema del dedo índice guarda el tacto de tu barba. El dedo pulgar aún mantiene el sabor al trocito de guinda que aparté de tu boca y en el anular llevo puesto el anillo con el que sueles bromear.

Levanto la vista y las líneas discontinuas de la calzada se hacen una sola, aunque sólo sea en mi cabeza. Y yo, que me había propuesto contar los trazos intermitentes que me faltaban para saber de ti, he vuelto a ver chafadas mis invenciones. Cambio. Momento de observar el vapor condensado en las ventanillas y creo rozar las gotitas de sudor que corren por tu espalda, controlándolas a mi antojo. Después te besaba...pero mi capacidad de evocarte en casi cualquier parte no alcanza para eso.  Con mi cabeza cerca de los cráteres de la luna, el vehículo avanza y diez minutos de trayecto me han parecido muy poco en esta abstracción de felicidad pasajera. 



Fotograma de "Agua para elefantes"

3.12.11

Donde los trenes van a morir

Crujen las traviesas de la vía y el inmenso esqueleto metálico que se despliega ante nosotros se tambalea por unos instantes. Se apagan las luces, se desvanecen los cuerpos, se rozan los labios... Los rostros cubiertos con la perfección pictórica de los besos que se suponen para quien los mira. Los dedos se deslizan de una manera humanamente imperfecta hasta alcanzar un lugar alejado de la estación, a años luz en el tiempo y en el espacio. Al escoger la distancia, las pestañas balancean el aire, resquebrajando las miradas que buscan detenernos, al igual que se detienen los trenes. Irrumpe en la estación el último del día y me preguntas dónde van a morir los trenes. Me haces sonreir y, sin más, te desvaneces entre el resto de cuerpos que no significan nada, ni siquiera adiós.