A veces, tomar el Sol quema demasiado, como ocurre al escribir sobre los típicos tópicos. A veces, sólo a veces, tomar la Luna o escribir sobre lo incomprensible resulta menos problemático y más estimulante. O eso dicen…
28.4.11
Soledad en masa
Se sentía solo. Como un acordeón en un estanque lleno de nenúfares; inmóvil, oxidado, rojo y despreciado por el croar de las ranas. Sin compañía, como la partitura tocada en un piano, a cuatro manos, entre el viento y el crujir del parqué. Parecía una voz rota susurrándole una nana a una cuna que resuena vacía. Solo, sin nada que le hiciese feliz. Sin perfectas bandas sonoras que impulsasen sus pasos hacia una meta indeterminada. En la más repleta soledad, porque nunca nadie se detuvo para mirar sus ojos y piropear lo bonitos que eran.
14.4.11
Huele a todo lo que me hace feliz
Nos recostamos en el sillón y, como en los viejos tiempos, fueron ellos quienes sacaron la cajita de zapatos donde guardaban todos aquellos momentos. Al abrirla, la habitación se impregnó de aquel olor a infancia. De repente, todo lo que creí amontonado en algún lugar bastante recóndito, reapareció. Olía a inmensas tardes de verano con un calor que apenas daba tregua a mi respiración. También olía a las estridentes tormentas que sólo ocurrían en aquel lugar; a tierra mojada y a remolacha húmeda.
Olía a mañana, a las mañanas que perfumaban la casa con olor a chocolate caliente y galletas María. Olía a mediodía, a aquella comida que nunca nadie sabrá preparar así. Rezumaba también un aroma a cojín aterciopelado y a la ropa que se deja secar en el césped. Y a fruta, a mucha fruta: manzanas, peras, guindas, cerezas, fresas y moras. A aquel batido de moras con un olor difícil de olvidar y aún más difícil de imitar. Y no se me puede olvidar, el olor a bocadillo de queso y salchichón. Los domingos por la mañana olía a incienso y al momento en el que aprendí a hacer crucigramas. Olía a gusanitos. Pero también olía a mazorcas, cunetas, caminos sin asfaltar, ríos, acequias, presas y todo aquello que reinaba en perfecta armonía en aquel pueblo. Olía a una bicicleta de paseo lila y a ese orgullo por sentirte parte de algo muy pequeño.
Olía a noches y al sonido de los grillos, que allí, también tiene un olor característico. Podía oler las ráfagas de comidas familiares y las “nocheviejas” frente al televisor. Olía a champú de almendras y a esponjas en forma de corazón. También, al jabón más natural que nunca he tenido el placer de acariciar. Olía a la caja de los espumillones y al lugar en el que se guardan las postales de Navidad. Olía a perejil y eso siempre me hizo mucha gracia. Olía al cielo más estrellado y al aire más puro. Olía a baúl de hojalata lleno de ropa. No dejaba de oler a anécdotas, miles de anécdotas, consejos y refranes que nadie sabrá pronunciar con esa seguridad. Olía a hules y a azulejos estampados. A veces, olía a las rosas, los lirios y pensamientos que coquetean con las abejas. Olía a ladridos de perro y a la mullida lana de las ovejas.
Olía a sus manos que no perdonan el paso del tiempo y a su risa que, aún, desprende un aura que exalta todos mis sentidos. No paré de decir que aquella caja olía a mí y también a ellos. Sonreían y me hacían sentir pequeña otra vez. Los años no habían conseguido extraviar ese olor a ternura que desprendían sus ojos. Y me alegraba de que los olores me hiciesen recordar con mis abuelos a mi lado.
Olía a mañana, a las mañanas que perfumaban la casa con olor a chocolate caliente y galletas María. Olía a mediodía, a aquella comida que nunca nadie sabrá preparar así. Rezumaba también un aroma a cojín aterciopelado y a la ropa que se deja secar en el césped. Y a fruta, a mucha fruta: manzanas, peras, guindas, cerezas, fresas y moras. A aquel batido de moras con un olor difícil de olvidar y aún más difícil de imitar. Y no se me puede olvidar, el olor a bocadillo de queso y salchichón. Los domingos por la mañana olía a incienso y al momento en el que aprendí a hacer crucigramas. Olía a gusanitos. Pero también olía a mazorcas, cunetas, caminos sin asfaltar, ríos, acequias, presas y todo aquello que reinaba en perfecta armonía en aquel pueblo. Olía a una bicicleta de paseo lila y a ese orgullo por sentirte parte de algo muy pequeño.
Olía a noches y al sonido de los grillos, que allí, también tiene un olor característico. Podía oler las ráfagas de comidas familiares y las “nocheviejas” frente al televisor. Olía a champú de almendras y a esponjas en forma de corazón. También, al jabón más natural que nunca he tenido el placer de acariciar. Olía a la caja de los espumillones y al lugar en el que se guardan las postales de Navidad. Olía a perejil y eso siempre me hizo mucha gracia. Olía al cielo más estrellado y al aire más puro. Olía a baúl de hojalata lleno de ropa. No dejaba de oler a anécdotas, miles de anécdotas, consejos y refranes que nadie sabrá pronunciar con esa seguridad. Olía a hules y a azulejos estampados. A veces, olía a las rosas, los lirios y pensamientos que coquetean con las abejas. Olía a ladridos de perro y a la mullida lana de las ovejas.
Olía a sus manos que no perdonan el paso del tiempo y a su risa que, aún, desprende un aura que exalta todos mis sentidos. No paré de decir que aquella caja olía a mí y también a ellos. Sonreían y me hacían sentir pequeña otra vez. Los años no habían conseguido extraviar ese olor a ternura que desprendían sus ojos. Y me alegraba de que los olores me hiciesen recordar con mis abuelos a mi lado.
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