A finales de marzo, los jueves se
hicieron eternos y todos los santos cayeron del cielo. La luna se escondió
entre aquellos edificios que rodeaban un parque capaz de despertar al amor. En
su lugar, el sol empapó con su pulcritud la suciedad de una madrugada más
etílica que ética. La ciudad despertaba y, sin saber bien por qué, se hallaba
distinta. Quizás, con la misma sensación de una niña que nota una caricia en su
pecho tras su primera noche de amor. Ése no era el caso, muchas otras historias
habían amanecido cerca de aquel Reino sin que sus cimientos se cuestionasen por
ello.
Quizás fue la ausencia de gemidos
o quizás fueron los testigos atónitos de aquel romance. Lo cierto es que ni
siquiera la ciudad se creía lo que estaba ocurriendo y, por ello, esculpía sus
aceras como si de una gran alfombra roja se tratase. Aquel lugar sospechaba de
puro terror por sentirse uno más en aquel triángulo de amor con vértices
inauditos. Las putas se esfumaban de cualquier esquina de ladrillo visto y cerraban
sus ojos. Soñaban con más noches y más polvos, esta vez en los barrios de la Luna.
La ciudad vibraba con los movimientos y con la música de los labios, de la
lengua y, de nuevo, otra vez los labios. Y con las palabras que no siempre
rimaban. Si lo hacían era siempre en asonante para no escucharlas demasiado…
-Y otra vez despertar aquí. Pero
así, ni contigo ni sin ti…
-Conmigo o sin mí. Mi vida,
siempre estuve. Aquí o allí…y a ti nunca te pesaron otros despertares.