- ¡Buenas noches y buena suerte!
La delicada fantasía de alejarse lento, para que parezca que no duele cada milímetro de aire diseccionado una y mil veces por una cabeza pensante que ya no piensa...
Siempre pensó en disimular. Le encantaba saber que los demás aceptaban su habilidad de aparentar que no entendía o no quería entender. El mundo se tornaba grande y las relaciones humanas tan pequeñas que no merecía la pena sopesarlas con coherencia. Coherencia era la añadidura que le supliqué y, aún así, prefirió situarse en el umbral de ese aislamiento caprichoso.
Y yo pensaba en él y desgranaba unos versos hechos a medida de mil argumentos, incluido el nuestro. Nunca entendió aquella costumbre que me hacía deparar en el contenido, ni yo su filia por atender a la forma. Las formas, sus formas, eran sublimes y, por eso, creí entender su parte. Faltó el interés en mi contenido.
Buenas noches en las que acaparé las pecas de su espalda. Noche a noche, hasta no dejar ni rastro. Cuando me hacía gritar tan fuerte que nos pitaban los oídos antes de dormir. Buena suerte porque dejé las pecas en su espalda y el eco en su almohada. Para la próxima inquilina de su abismo, pensé. El aire que desprendía se volvió plomizo sobre las formas de mi cuerpo y decidí echar a andar entre el desorden de las sábanas. Buenas noches, buena suerte, lo impronunciable y un beso en la mejilla mientras duermes -mi última acción-.
Otra vez esa taciturna sensación de que en sus momentos más conscientes me deseó buenas noches y buena suerte.