Más allá de las apariencias, un día rojo no tiene por qué afectar a una mujer. Se trata de sentir miedo, tal y como Audrey Hepburn nos enseñaba en "Desayuno con Diamantes". Son días en los que los miedos surgen de lo más profundo y se elevan hasta llegar a tu garganta, coartando tus palabras y obligándote a gritar. A veces, los miedos continúan subiendo y salen al exterior en forma de pequeñas, pero incesantes lágrimas.
Los días rojos se estampan contra la pared y pretenden huir de los versos de alguna canción demasiado decadente. Se retuercen en las lenguas de quienes los desconocen y se cuelgan del dedo meñique de quien los deja atrás. Lo normal es que terminen con un salto mortal en cada una de las teclas de un teléfono o se disuelvan en los susurros de alguna conversación sobre un hule anaranjado.
Y si me preguntan qué tipo de miedo se siente en un día rojo, sólo diré que cada persona conoce los suyos. Miedo a crecer o a quedarse un poco pequeño; a sonreir demasiado o a parecer simplemente serio; a dar demasiado o a entregar de manera insuficiente; a querer un día soleado y, de repente, toparse con el viento huracanado de un domingo gris y lluvioso. Sin pasteles ni canciones y, por si fuera poco, en otoño. Un perfecto día rojo.