23.11.14

Caprichos de domingo

Me he levantado con uno de esos días de instinto asesino, de ganas de hacer desaparecer el mundo y darte tantos besos que pierdas la memoria de tu piel. Una mañana de contradicciones con la convicción de querer que estés y podamos comer sushi en aquel japonés a medio camino entre lo cutre y lo formal. Después café bajo la lluvia, cigarro en el balcón y los dos de vuelta a la cama porque tengo frío y créeme, no hay una forma mejor de sobrevivir al domingo.

5.11.14

De relaciones humanas y redes sociales

Corría el año 1969, justo cuando el mundo entero miraba a la luna pensando que el hombre, ser por encima de cualquier otro, la había 'conquistado'. Ese año, unos meses después, mi madre se fue a estudiar a Barcelona con tan solo 9 años de edad y una vida de campo en sus entrañas. Se fue de un pequeño pueblo leonés que se alimentaba de la tierra y del sudor de sus trabajadores al otro lado de la península, con nada más y nada menos que un día entero de trayecto hasta llegar a destino. Mi abuela fue la valiente, la que dejó que la niña se fuese en busca de un futuro mejor, en busca de una salida a tanta inquietud, en busca de la felicidad y al encuentro de un porvenir prometedor. Y acertó. No sin muchas noches de llanto, de la niña y de sus padres, y de muchas cartas olvidadas sin saber en un internado de monjas de Sabadell.

Cartas que hablaban, cuenta mi madre, sobre la televisión, sobre la ciudad e, incluso, sobre el nacimiento de una hermanita, mi tía, a la que conocería cuando la pequeña contaba ya con unos cuantos meses de vida y era el momento de las vacaciones estivales. Impensable en estos tiempos, ¿verdad? Saber cómo es la cara de tu hermana tres meses después de su nacimiento, conocer el devenir de los días de tus padres solo cuando el sistema de correos así lo permitía... Impensable en un tiempo en el que las nuevas tecnologías nos han obligado a comunicarnos mucho. Pero mucho nunca quiso decir mejor...

Nos comunicamos mucho pero nos comunicamos mal. En el momento histórico en el que más sencillo parece entablar contacto inmediato con cualquiera, esté donde esté, las conexiones se vuelven más endebles que nunca. Ponemos a disposición del mundo la vida de los bebés desde su minuto uno de vida. El vecino de enfrente sabe qué comemos cada día y no es precisamente porque el aroma de nuestros guisos embriague el rellano de la escalera. Nuestros compañeros del colegio, a los que hace tiempo que no vemos, conocen a la perfección cada uno de nuestros movimientos, los éxitos y los fracasos. Amigos y familiares reconocen nuestra vida al dedillo en solo 140 caracteres y un filtro fotográfico.

Ni qué decir tiene que las redes sociales han cambiado nuestra forma de entender el amor y también el desamor. Información edulcorada por los cuatro costados de nuestra identidad digital cuando estamos en una nube de amor porque, por si no (te) se lo he dicho suficiente al mundo: te quiero. Y, ¿qué decir del desamor? Hacer públicas nuestras frustraciones y penas y tener el peso infinito de saber en cada momento de qué forma y manera tu expareja está siendo feliz mientras tú te hundes en la más oscura de las miserias...

Cada comentario, instapic, 'me gusta' y un sinfín más de conceptos relacionados con las redes comienzan a adquirir significados mucho más allá del clic primitivo que mueve todo en la red. Un lenguaje jeroglífico apto para mentes sencillas y no tanto para pensamientos complejos cuando existe una relación de amor/odio de por medio. Porque nuestra actividad en las redes sociales no es más que la prueba, adaptada a los tiempos, de que 'donde hubo fuego, quedan cenizas'. Cenizas indescifrables que muchas veces solo están y otras significan... Pero mira si somos idiotas y cobardes que ya ni siquiera utilizamos las palabras para hablar de lo realmente importante y pretendemos perpetuar nuestra presencia en la vida de la otra persona deambulando por su perfil digital. Así, sin más.

Si mi abuela, aquella que escribía cartas a su niña desde León a Barcelona, leyese esto solo acertaría a decir: ¡Cuitadines, cuántos pájaros en la cabeza...!