13.1.11

La boca del lobo

28 de Noviembre de 2009
5:30 a.m aproximadamente.
Dos personas hablan a la puerta de un bar en la Calle Echegaray de Madrid. Parece que acaban de abandonar el local y me acerco para ver si puedo escuchar algunos susurros de la conversación que mantienen. Ahora ya puedo distinguirlos: son un chico y una chica, quizás sean una pareja o, quizás, simplemente amigos. Me sigo acercando. Mi curiosidad aumenta. Están cerca pero no se tocan, ni siquiera se miran. Sus miradas parecen rehuírse constantemente como temerosas de explosionar si, por un descuido, se rozasen. Cuando estoy muy cerca la chica aclara la voz y pregunta:

- ¿Me puedes indicar dónde hay una parada de taxis por aquí cerca? Es que me voy ya a Atocha con mi amiga que está cansada.

- Pero, quedaos un rato más. Este sitio está bien y estamos todos hablando...lo pasaréis bien.

- Bueno, hablaré con ella pero no creo que le apetezca y además todavía nos queda una hora para llegar a casa. Es mejor que nos vayamos ya.

- Pues bueno, como queráis. Al final de esta calle suele haber unos cuantos taxis parados. ¿Ves las luces no?

La joven se ha quedado con la mirada fija en el punto exacto en el que las luces verdes de taxis libres comienzan a contaminar la acera madrileña. No contesta. Él la mira y estoy segura de que ella lo sabe, pero no se atreve a devolverle la mirada. Tiene miedo de dejarse llevar demasiado. El silencio se rompe. Ahora es él quien pronuncia lentamente unas palabras mientras acaricia el brazo de la joven y la impulsa a que vuelva dentro del bar. Ella parece absorta en las luces de la vía.

- Vamos a entrar porque aquí fuera hace frío y a ver si convences a tu amiga.

La chica no contesta y accede al bar pero quiere mantener cierta distancia. No quiere que él continúe sujetándola por la cintura, como si fuese a guiarla. Esquiva. Se desvanecen entre una marea humana, entre una copa de J&B y otra de Vodka. Se van decepcionados. Cabizbajos.

Minutos después ella monta en un taxi que la llevará a Atocha. Nunca más volverá a verlo aunque alguna vez pensará en él. Le hablarán acerca de su trabajo y de sus problemas de salud. También recordará que aquella noche vestía jersey azul de rayas, barba de unos cuantos días y una perfecta y envolvente sonrisa. Medía seis centímetros más que ella y tenía unas bonitas manos. Habían hablado de Sabina y Quique González, mientras paseaban por Tirso de Molina. Se habían visto en una parada de metro y él iba en bicicleta. Ninguno consideraba aquel lugar como suyo. Él ya había perdido kilómetro a kilómetro cada rasgo definitorio de su tierra natal. Ella aún era joven e inexperta en la capital. Tan sólo habían vivido tres encuentros, ni uno más. Se habían conocido en una especie de cabaña acogedora y moderna perdida en mitad de una Sierra que no les pertenecía. Hablaron y bebieron apoyados en una columna de madera. Él le ofreció una cazadora para engañar al frío. Pasaron las horas y se arrepintieron de no haber subido las escaleras.